Park Chan-wook, uno de los puntales del cine coreano y asiático contemporáneos, cuenta con la habilidad innata que tienen algunos directores de esas latitudes para unir la violencia extrema con el drama (Park es un reconocido amante de las tragedias de corte clásico de Sófocles y de Shakespeare). Un autor que desde Sympathy for Mr. vengeance siempre parece predispuesto a renovar el lenguaje cinematográfico mediante resquicios narrativos y estéticos siempre excesivos y desafiantes, sin abandonar rotundamente el cine comercial y popular. En Soy un cyborg dio un cambio radical de registro con una comedia romántica psicotrópica, colorista y optimista; un enfoque nuevo en la filmografía del iconoclasta director coreano que sigue manteniendo la violencia como apoyo narrativo distanciándose del tono siniestro y oscuro que caracteriza a su inconmensurable “Trilogía de la venganza”, y de la tragedia imperante allí, pero no de su tema central, aunque sólo esté presente en segundo plano.
Young-goon está convencida de que es un cyborg, aunque nunca se le ha revelado su función como tal. La joven es ingresada en un centro psiquiátrico después de haberse electrocutado deliberadamente con unos cables eléctricos. Seremos testigos de los motivos de tal reacción, que viene provocada cuando ésta fue apartada de su idolatrada abuela (que tenía sus mismos problemas esquizofrénicos, afirmaba ser un ratón y sólo se alimentaba de rábanos). La locura se apodera de una joven cuyo único objetivo en su existencia es recargarse para obtener su ansiada energía y perder la compasión que le impide atentar contra los hombres de blanco que se llevaron contra su voluntad a su roedora abuela. Por eso basa su alimentación básicamente en chupar pilas y baterías hasta recargarse, aspecto que se culmina con la iluminación paulatina de las uñas de los dedos de sus pies. En el manicomio conoce a un dispar grupo de personajes, entre ellos el cleptómano Park Il-sun, un paciente con la capacidad de robar las habilidades y los defectos de quienes le rodean, poseedor de un trauma muy irreverente con los cepillos de dientes, y que se oculta constantemente tras una máscara muy excéntrica.
Soy un cyborg es un delicado e inclasificable delirio cibernético en forma de fábula con tintes oníricos, con cierto grado de complejidad por su casi transparente frontera entre la realidad y la ficción, sobre la búsqueda de identidad, el automatismo que padece la sociedad moderna, la locura, la soledad, la amistad, el amor, y finalmente la venganza, como no podía ser de otro modo tratándose de una película del director de Oldboy. Si bien en principio todo parece ser una «ida de olla» muy divertida sin pies ni cabeza (con gran importancia para los flashbacks donde muestra su relación con la abuela y su familia antes de la crisis suicida que le llevó a provocarse un cortocircuito), cuando se produce la interacción entre la pareja protagonista y ambos empiezan a exteriorizar sus sentimientos todo empieza a adquirir mayor sentido y seremos testigos de su mágico y descerebrado vínculo sin pestañear. Chan-wook combina la belleza lírica con los actos de violencia habituales en su imaginería (aquí sólo presentes claramente en una escena y puntualmente en alguno de los múltiples recuerdos de su nutrida galería de personajes).
Uno de los aspectos más destacados de la cinta coreana es la mezcla de realidad y fantasía con aspecto de cómic, que unidos con la fuerza visual arrebatadora de Chan-wook forman un cóctel estético explosivo, con bellos efectos visuales, encuadres innovadores y movimientos de cámara prodigiosos trazados con un uso de colores notoriamente sobrecargados. Chan-wook utiliza constantemente efectos que deforman el plano para acoplarse a la visión de la protagonista, generando una sensación muy hipnótica y alardeando aún más, si cabe, de su habitual estilo estéticamente impecable del que hace gala incluso en su reciente Stoker, primera incursión en el cine de Hollywood del director coreano, cargada de romanticismo gótico, que mantiene fielmente sus señas de identidad y su personal e intransferible universo estético, aunque rebajando considerablemente el nivel de excentricidad para acoplarse al cine de los grandes estudios.
A lo largo de la narración Park nos va presentando (a través de gran parte de sus secundarios habituales) a los pacientes más peculiares que están ingresados en la institución mental, acompañados de sus flashbacks correspondientes y sus paranoias, que resultan inevitablemente cómicas, ya que en ningún momento pretende ser un tratado minucioso ni trascendente sobre la locura (de hecho uno de los grandes aciertos viene dado porque la película no llega a tomarse demasiado en serio casi en ningún momento), consiguiendo que pese a la inestabilidad emocional de sus personajes haya lugar para proclamar su humanidad y sensibilidad, y contra todo pronóstico consiga originar una gran proximidad con la galería de desequilibrados que copan la pantalla, proporcionando escenas poderosamente emotivas. Para ello es necesario que exista predisposición por parte del espectador para entrar en un juego ingenuo repleto de excentricidades, ya que si es observada con la mente cerrada y con recelos para dar vía libre a la imaginación, probablemente provoque enormes problemas para instalarse en un relato habitado por unos seres tan peculiares.
La cinta remite inevitablemente a la excelente Alguien voló sobre el nido del cuco de Milos Forman por el uso de un escenario plagado de gente con problemas mentales, pero en este caso mezclada con la etapa más inspirada e imaginativa de Terry Gilliam y la puesta en escena de David Fincher. Park Chan-wook siempre ha reconocido su admiración por la planificación del director de Seven, con el que comparte la misma fascinación por los ‹travellings› laterales y frontales virtuosos, pero dotándolos aún de mayor nervio y atrevimiento. También recuerda a Amelie por el tono mágico, romántico e impostado que se establece en un escenario muy colorido entre dos personajes más raros que un piojo verde, pero sin los niveles edulcorados de la cinta francesa (esa leve sensación todavía es mayor por el uso de una Banda Sonora que tiene mayores reminiscencias con la meritoria partitura de Yann Tiersen).
El auténtico alma en materia interpretativa es la antigua modelo Lim Soo-jung (vista también en Dos hermanas), que comenzó muy joven su carrera en la televisión coreana. Su personaje es encantador, con el cabello moreno y las cejas rubias (que dan la impresión desde la lejanía de estar depiladas), y una entonación en su forma de hablar muy simpática y elocuente cuando se comunica con su abuela; capaz de transmitir en todo momento de forma veraz y natural la circunstancia de que su personaje crea ser una autómata. Jung Ji-hoon, es un cantante famoso en su país conocido por el nombre artístico de Rain que ya había aparecido en televisión, pero con este papel se inició en el terreno del cine cumpliendo a la perfección en el rol de un adicto compulsivo a lavarse los dientes en las circunstancias más tensas.
Siendo un ‹fanboy› declarado del director coreano (como es el caso de quien escribe estas líneas) cuesta encontrar defectos, pero siendo objetivos hay alguna pequeña dispersión cuando la realidad se antepone a la fantasía, provocado principalmente por el alargamiento innecesario del metraje cuando era una historia perfecta para los 90 minutos de rigor, pero que no llega a enturbiar en absoluto una experiencia en la cual la principal protagonista es la imaginación.