La segunda película de la trilogía paradisíaca de Ulrich Seidl está inspirada en un personaje de su documental Jesus Du Weisst, que tuve el placer de ver recientemente, en el que una cámara fija sigue los rezos y las conversaciones con Jesús de 6 personas que acuden con frecuencia a la iglesia. Paraíso: Fe se inspira concretamente en las experiencias mostradas en ese documental de una mujer que da gracias al Señor por la invalidez reciente de su esposo, que ve como un acto supremo para corregir sus excesos anteriores. Ulrich seidl es un autor que pese a tener una formación clásica en la Escuela para la Música y las Artes de Viena, ha atesorado un estilo propio en el que destaca la sorprendente virtud que tiene para conseguir que sus documentales parezcan películas gracias a la aparición de elementos de ficción con un alto componente humorístico, y que sus largometrajes de ficción den la sensación de ser documentales debido a la obsesión que tiene por dotarles de un hiperrealismo exacerbado.
Paraíso: Fe obtuvo el Gran Premio del jurado en el último Festival Venecia, durante el gran año de Seidl, en el que ha participado en los 3 grandes festivales del panorama cinematográfico con una trilogía que si no se descalabra gravemente en la última entrega podrá mirar a la cara con dignidad a la de los Tres colores de Kieslowski (aunque el ideario de Seidl se encuentre en las antípodas del esteticista proceder y del enfoque lírico del talentoso autor polaco).
La cinta arranca con Anna Maria, una mujer de mediana edad con aspecto de pertenecer a otra época por su look desfasado (con un peinado que remite claramente al de Carrie Fisher, la princesa Leia de La guerra de las galaxias). Nuestra protagonista trabaja haciendo pruebas de diagnóstico radiológicas a los pacientes en una clínica. Una vez terminada su jornada laboral lleva una vida monótona que solamente parece apaciguar con una devoción religiosa que le obsesiona hasta tal punto que solo encuentra enemigos en la gente que no cumple sus preceptos. En su periodo vacacional veraniego decide no marcharse de Viena para poder convertirse en una especie de misionera que se acerca en tren a los suburbios más pobres de su ciudad para ir puerta a puerta con la intención de difundir el amor a Jesús, acompañada siempre de una estatua inmensa de la Virgen María y agua bendita en una botella con un difusor. Sin embargo, su existencia y la película darán un giro radical a la media hora cuando, tras dos años de ausencia en Egipto, aparece de repente su marido en silla de ruedas (por un accidente del que no se mencionan las causas), con quien Anna Maria no reprimirá los sentimientos nocivos hacia su persona, negándose a compartir la cama, además de hacerle la vida prácticamente imposible.
La primera escena de la película contiene el grado de impacto inherente al cine del austriaco, presentando a la protagonista arrodillada ante la cruz, desnuda de cintura para arriba, y dándose azotes mientras dialoga con su idolatrada figura de Cristo. Un cuadro que deja claras señales del grado de perturbación de una Anna Maria, que posteriormente veremos caminando de rodillas por toda la casa mientras va realizando sus rezos. Seidl continúa demostrando su capacidad antropológica para diseccionar comportamientos rocambolescos llevados al extremo, mediante el retrato psicológico obsesivo de una mujer cuyo amor incondicional hacia Jesús le irá aproximando paulatinamente al vacío existencial y al odio absoluto hacia la humanidad, haciendo caso omiso a las consignas católicas de amar al prójimo que tanto proclama. Un personaje que por la noche dialoga cariñosamente con una fotografía de Jesús, lanzándole piropos sobre su belleza y que observará con estupefacción cómo su devota existencia se verá gravemente alterada con la aparición de su paralítico esposo, que para más inri es musulmán (aunque no parece demasiado fundamentalista si lo comparamos con Anna Maria), e inicialmente da la sensación de ser un personaje mucho más equilibrado mentalmente por las reacciones ante el fanatismo de su esposa. Sin embargo, como era de esperar tratándose de un filme de un director tan poco condescendiente con sus personajes, a medida que avanza la narración se destapa con un comportamiento extremadamente machista, como demuestra en una pelea en el suelo en una de las escenas más patéticas y atractivas del filme.
Anna María coincide con el personaje de la primera parte de la trilogía (que precisamente es su hermana) en la búsqueda en vano de la felicidad, aunque por medios completamente antagónicos y con un enfoque muy distinto: mientras que Paraíso: Amor arranca con un gran tono humorístico gracias a sus diálogos iniciales que va relajando paulatinamente conforme avanza la historia, aquí sucede justo al contrario; durante la primera media hora, sin apenas diálogos, el director austriaco nos presenta la vida cotidiana de Anna Maria con más calma y seriedad, y va variando el tono conforme vamos conociendo a una protagonista mediante su habitual distanciamiento con lo expuesto, aunque da la ligera sensación de que se aproxima más de lo habitual para conseguir mayor credibilidad debido a la peculiaridad de su forma de vida. Las 2 primeras películas de la trilogía, que son como la noche al día por usar un escenario y unas inquietudes de las dos protagonistas tan diferentes, mantienen una calidad similar, aunque esta segunda incursión resulta más llevadera por el irreverente sentido del humor que desprenden las acciones de la gran Maria Hofstatter, con un tono cómico todavía más desarrollado que en la primera entrega africana, que aunque presentaba también algunos momentos muy divertidos estaba protagonizada por un personaje no tan excéntrico cuyas acciones eran mucho más consecuentes. La película posiblemente hubiese resultado muy distinta sin la presencia de Maria Hofstatter, que brinda una de las actuaciones más sorprendentes de los últimos tiempos, logrando caer bien y generar lástima incluso en el rol de un ser con una actitud grotesca, que ha perdido plenamente el rumbo. Su personaje nos remite al de la autoestopista disfuncional de Días perros que iba incordiando al personal a base de preguntas absurdas, aunque con un modus operandi completamente diferente, que resulta menos cargante y violento. La austriaca además de su gran talento y simpatía, demuestra ser una actriz especializada en las peleas físicas cargadas de patetismo, como deja constancia (además de en la citada escena con su marido) en un percance con una inmigrante rusa ebria a quien intenta apartar del alcohol en una de sus irreverentes visitas como misionera, y hace unos años en un pequeño rol de otra enfermera en la desoladora Import/export, cuando tras sufrir un ataque de celos compulsivo montaba otra de esas trifulcas ridículas que sólo ella es capaz de llevar a cabo.
Como buen filme de Seidl, no faltarán las escenas subidas de tono marca de la casa, aquí representadas en una orgía en un descampado con unos personajes que podrían ser perfectamente la galería de seres que campan a sus anchas en Animal love, uno de los documentales más oscuros del director austriaco en el que ponía énfasis en la relación de unos seres humanos disfuncionales con sus idolatradas mascotas. Dicha secuencia forma parte de los excesos habituales de Seidl al mostrarlo con un enfoque semi-pornográfico, aunque sea presentada como una evidente alegoría religiosa sobre el miedo a desviarse del camino del Señor por parte de Anna Maria. Sin embargo, la otra secuencia pasada de rosca, la del crucifijo «amoroso», además de ser algo que se ve venir tras su contundente arranque y las primeras caricias nocturnas, tiene una carga humorística y simbólica muy elevada para mostrar su pérdida de papeles en la devoción al Señor, y no resulta nada explícita visualmente tratándose de un tipo tan perverso como Seidl. De todos modos, el exhibicionismo sórdido habitual del austriaco parece que se suaviza en esta segunda entrega debido a la menor presencia sexual en pantalla, pero eso no es óbice para que seguramente provoque la indignación (si son conscientes de su existencia) del colectivo católico más fanático que suele aprovechar estas circunstancias en el cine para lanzar sus iras (en muchas ocasiones sin haber contemplado la película), como sucedió en el pasado con Godard y Scorsese en Yo te saludo maría y La última tentación de Cristo. Al margen de lo que pueda opinar este sector eternamente cabreado con la humanidad (como el personaje de Anna María), en la cinta que nos ocupa, a pesar del grado de extremismo en la forma de mostrar ciertas actitudes del ser humano, hay bastante respeto hacia las instituciones religiosas, aunque sus símbolos sufran algún que otro percance. La película no va más allá de ofrecer una representación exagerada de cómo puede degenerar una persona cuando centra su existencia única y exclusivamente en un solo aspecto de la vida, recreándose más en la infructuosa y errática búsqueda del amor a través de un perfil completamente alienado que en denunciar el fanatismo religioso en sí, del que sólo se mofa de algunas de sus trasnochadas consignas.
La narración transcurre durante la mayor parte del tiempo en la casa de la fanática religiosa y en los espacios cerrados de las viviendas de la gente que recibe su particular sermón, con el aspecto habitual dentro de su estilizado minimalismo con largos planos secuencia (con gran predilección por las espaldas de los personajes), y una narrativa basada nuevamente en la reiteración de acciones con pequeñas variantes colocadas de un modo episódico. Todo ello enmarcado con el poderío visual que atesora el equipo formado por sus 2 directores de fotografía, que brilla especialmente en las reuniones en casa de nuestra protagonista de una pequeña congregación cuyo principal objetivo es conseguir instaurar el catolicismo romano en Austria. En dichos encuentros vuelve a demostrar su talento consiguiendo panorámicas instantáneas con los habituales modelos del austriaco mirando fijamente a la cámara, que aquí sustituye a la figura de Jesucristo a la cual dedican los rezos.
La cinta austriaca atraerá a todo aquel que disfrute con la siniestra ironía que suele acompañar a los comportamientos obsesivos que bordean el masoquismo y el sadismo, aunque también funciona perfectamente como conmovedor y despiadado drama sobre la soledad y la locura, a pesar del desconcierto que provoca el hecho de que una historia con carácter tan perturbador tenga unos momentos tan delirantemente divertidos. Sus innumerables detractores posiblemente dirán que hay ocasiones en las que el director austriaco parece disfrutar recreándose en el grado de sordidez, patetismo y pesimismo, y que la vida, pese a todo, también tiene sus momentos agradables ajenos a la alienación personal; pero queda claro que el director austriaco, hasta la fecha, no parece estar por la labor de dar espacio en su cine a situaciones idílicas, y las escasas veces que lo hace son presentadas mediante el sexo, siempre con un enfoque oscuro y perturbador, en un mundo en el que hasta los «gatitos» están en estado de eterna crispación.