Con un gélido blanco y negro y en formato cuadrado, Andrei Konchalovsky presenta en su Paradise una nueva historia sobre la tragedia histórica del Holocausto. Curioso es el formato narrativo que aquí se postula, presentando unos personajes que relatarán las sensaciones del drama vivido en formato documental y mirando directamente al espectador, recurso escogido en unos determinados y calculados momentos. Contamos con tres pilares fundamentales: Olga, una aristócrata detenida por esconder a dos niños judíos; Jules, un investigador nazi francés que rechaza incluso atribuirse su supuesta pertenencia a las SS; y Helmut, un joven soldado alemán rendido a la pleitesía del nazismo, ese nuevo “paraíso”. Con ellos se engrosa una historia con núcleo en la unión de estos destinos, narrada a modo de flashbacks y en el que el director ruso logra endosar su enorme potencial escénico. Este se basará en herramientas que dosificarán al film de una elegancia notable, tanto en el nivel emotivo, con una sequedad absoluta del drama, dejando que tanto el diálogo como las miradas compongan toda la negra sensiblería del trasfondo, así como en un componente visual que se convertirá en trascendental. Bajo esta puesta en escena calculada y someramente pretenciosa, Konchalovsky se deja embriagar por la melancolía de sus personajes como la más pura esencia de la narración. Aunque el Holocausto ha servido como trasfondo clave de tragedia y desolación en otras propuestas, Paradise prefiere que el cúmulo emocional de unos personajes que relatan y erigen lo conmovedora de su historia sea el total epicentro de la misma, algo que dejará una tonalidad desgarradora y directa.
A pesar de que Konchalovsky se tome su tiempo en la narración, con algún segmento más disperso de lo necesario, las entrañas de Paradise emergerán de esa relación inestable, destructiva y hasta cierto punto incomprensible, de Olga y Jules. Con campo de concentración como escenario, asistimos a la destrucción emocional de ambos, casi en convergencia con la del propio nazismo. Aquí cabe incidir en el compromiso emocional de ambos intérpretes, que acaban construyendo ellos mismos la película seguidos por el pulso narrativo de Konchalovksy en su medida dirección hacia los aspectos más clásicos del propio cinematógrafo como medio; el ruso se lleva la película hacia los clichés escénicos herederos del clasicismo del cine ruso, lo cual puede hacer comprender que Paradise causase tanto furor en su país de origen. Además, hay una predilección por los detalles, fraguado por el mimo en el plano y la captura emocional de la secuencia, que hacen en su confección que estemos ante una película elevada por la delicadeza, no cayendo en las convencionalidades que pudiera generar su trasfondo histórico y llevando a un paso más personal y milimetrado la tragedia que engloba a lo que se está narrando.
Su título ya esconde una mordacidad, cruel ironía, con el vigor fidedigno retratado. La película es ante todo, sugiriéndolo desde sus primeros minutos de metraje, una inmersión en la tragedia emocional que no ocultará incluso al revestimiento de cierto toques irónicos con sus personajes, no absortos de cierta ambigüedad. Konchalovsky quiere en todo momento ir más allá de una temática ya mil veces vista, arropándose de clasicismo y moderación, ya vistos en otros capítulos de su obra; todo lo expuesto en pantalla es dosificado con relevancia, desde los instantes de choque, los intencionados silencios o las miradas a cámara. Paradise nos deja también un notable descubrimiento: la actriz rusa Yuliya Vysotskaya, actual mujer del director, que se apropia de lo desgarrador de la propuesta en todas sus escenas, dejando una interpretación que impresionará en todo momento.