La condición humana ha sido objeto de análisis desde que el hombre es hombre. Buceando un poco más en ese término: la condición sexual del ser humano se viene, pues, estudiando, desde tiempos inmemoriales. Y el arte, en su eterna búsqueda de la verdad, no ha sido ajeno a plasmar sus ideas y reflexiones en torno a la sexualidad del hombre. Ya en la Antigua Grecia y, posteriormente, en el Imperio Romano, tenemos evidencias de la curiosidad y libertad sexual del hombre y, en concreto, su condición de individuo homosexual. Vasijas, platos, enseres funerarios, todo era válido para forjar hacia la posteridad que ya está todo inventado, que la supuesta libertad sexual que explotó a finales de los 60 venía con decenios de retraso.
Y el cine, el más joven y moderno arte, se ha centrado desde sus inicios a dinamitar las cabezas pensantes e intolerantes de la censura más rancia y retrógrada. O el artista nos mostraba que la homosexualidad era una enfermedad contagiosa y satánica o su proyecto tendría que derivar por otros cauces. Precisamente corría el año 1919 cuando del bebé cinematográfico emergió uno de los primeros gritos a favor de la homosexualidad: un mediometraje alemán llamado Diferente a los demás (Anders als die Andern) que contaba con un joven Conrad Veidt como protagonista. Años más tarde, y yéndonos hacia Gran Bretaña, Kenneth MacPherson filmó una de las películas más sorprendentes y vanguardistas realizadas hasta la época: Borderline (Límite), que, aunque la temática homosexual es algo más sugerida y secundaria que en la película de Veidt, se trata de un film avanzadísimo a su época, no sólo por la valentía de su propuesta a nivel de fondo, sino por su estructura formal y el complejo trabajo de montaje. Incluso directores de la talla de William Wyler realizaron películas de trasfondo homosexual (La calumnia — The Children’s Hour, 1961).
Actualmente parece sobrevolar en el ambiente una sensación de liberación sexual, de tolerancia hacia la condición sexual de las personas y de que el pensamiento que la homosexualidad es una enfermedad es ya algo trasnochado y sin valor ideológico. Sin embargo, hasta el año 2010 en Belgrado no se pudo celebrar ninguna marcha gay en el día del Orgullo. Los jóvenes de la extrema derecha del país montaron diversos altercados cada vez que se intentaba organizar una marcha homosexual reivindicadora de derechos. Este es el punto de partida de Parada (que se traduciría como desfile), película estrenada en noviembre del año pasado (2011) y dirigida por el serbio Srđan Dragojević..
El filme de Dragojević avanza, a modo de retrato algo hiperbólico, como una tragicomedia griega con tintes de ‹road movie› disparatada. La trama se centra, por un lado, en unos activistas de la LGBT Serbio (siglas que designan el colectivo gay) que pretenden organizar una marcha para el día del Orgullo y, por otro lado, en un ex-combatiente de las guerras yugoslavas y su particular “familia”. Los caminos de ambos convergen en el momento en que los primeros necesitan un tipo de ayuda (la defensa física) que los segundos les pueden proporcionar. Todo ello progresa en un tono de arrebatado histrionismo, de personajes encorsetados, de clichés con patas. Un retrato y una disección, todo valga decirlo, que pecan de simplistas a pesar de la consciente caricaturización de la historia y de los personajes. Es de agradecer, eso sí, su mensaje bienintencionado y su ritmo populista, que hacen de Parada un visionado ligero y un entretenimiento con oficio que, igual con un poco de suerte (y como digo, muy a pesar de su descafeinada crítica), puede hacer reflexionar a los espectadores sobre la realidad de esas dos Serbias (la que reivindica sus derechos y la que los limita mediante el terror) que, a día de hoy, no parecen que vayan a converger a corto plazo.