Con una separación de únicamente dos años de diferencia entre uno y otro, y pese a escoger dos caminos bien distintos a priori (Paolo optó por estudiar bellas artes, mientras Vittorio se decantó por derecho), ambos hermanos se vieron fascinados por el cine neorrealista de Roberto Rossellini y decidieron emprender su senda cinematográfica a través de diversos cortos y un documental de título L’Italia non è un paese povero, que a la postre sería censurado debido a las crudas imágenes acerca de la miseria de la clase obrera (aunque más tarde recuperaría Tinto Brass, ayudante de dirección en el film). Precisamente ese retrato ya ofrecía cierta idea sobre la visión de su cine, una visión popular que en el título que nos ocupa, La noche de San Lorenzo, no cobra tanta importancia como pudiera parecer. Sí lo cobra, en cambio, cierto componente teatral que visto en perspectiva tiene sentido en esa evolución lógica que les ha llevado a rodar una César debe morir que nos lleva directamente al epicentro de una farándula un tanto particular al estar compuesta por presos de toda índole.
Ese componente del que hablábamos queda reforzado por una escenografía que sin desposeer de determinado verismo a la obra, refleja con sencillez la construcción de un espacio que denota de algún modo el hecho de no encontrarnos ante una obra donde el plano real cobre vital importancia, como bien podría parecer a juzgar por un relato que nos lleva a una Italia inmersa en la Segunda Guerra Mundial mientras los soldados alemanes amenazan con bombardear las casas de los lugareños, que optarán por buscar refugio en las montañas con la intención de encontrar soldados americanos.
Pero más allá de la escenografía, se puede intuir en la planificación y construcción de ciertas escenas e incluso de algún que otro soliloquio recitado por sus personajes. Por ejemplo, ello lo encontramos cuando Olinto, uno de los personajes, recita unos versos a la puerta de una iglesia y, justo tras terminar y realizar un brindis, todos los personajes salen de escena en un inamovible plano general que parece dejarnos con los intérpretes entrando en bambalinas, escena que se repetirá en alguna ocasión más, al igual que los soliloquios (como el puesto en boca de uno de los soldados mientras se mueve de un modo ciertamente teatral), reforzando una sensación de irrealidad que baña todo el film.
Incluso se atreven los italianos con algún pequeño fragmento operístico de lo más curioso, y con una secuencia donde aparecen lanzas romanas para dar a luz una de las imágenes más icónicas del film, puliendo esos matices donde la parte más ilusoria de la película se da cita en pantalla.
Esa sensación de irrealidad, lógica tratándose de una historia vista a través del prisma de una niña de seis años, también obtiene suculentos apuntes con secuencias que retozan entre una ilusoria comicidad, como la aparición de ese personaje salido de la nada que sigue su autobús con la esperanza de poder alcanzarlo en algún momento, cuando los soldados alemanes lo abandonen, o esa involuntaria reunión de camisas negras y pueblerinos cuando ven a uno de los suyos abatidos y se concentran alrededor de cada afectado sin percatarse siquiera de que a su lado está el enemigo.
Ya en su inicio, pues, los Taviani marcan el devenir de una obra que adquiere un tono a caballo entre lo mágico y lo veraz con ese primer plano de una ventana en plena oscuridad bañada por la noche de San Lorenzo a la que alude el título de la cinta. Un devenir que queda reforzado con la salida del pueblo de los aldeanos portando prendas negras para no ser descubiertos en plena noche, y que da lugar a un noctámbulo y nostálgico viaje en el que encontrarán regazo entre sus propios pensamientos (e incluso hogares) hasta ver la luz del día y poder, al fin, despojarse de esos negros ropajes.
Poblada por personajes de distinta índole que encontrarán en ese trayecto una motivación para conocerse a sí mismos e incluso para reavivar viejos amoríos (como en el caso de Concetta y Galvano), La noche de San Lorenzo es una cercana aproximación a las consecuencias de una guerra que gracias a su carácter cuasi fantasioso modula uno de esos discursos que se sienten con vida propia y se sitúan entre el humanismo de Rossellini y el imaginario de Fellini para componer un trabajo que se entiende más que nunca dentro de una cinematografía italiana a la que, sin duda, le vendrían bien más cineastas así.
Larga vida a la nueva carne.