Hay estampas que, en ocasiones y casi sin quererlo, cristalizan por sí solas. Un proceso que se desprende más de la mitificación ejercida por factores ajenos a esta, que por su mismo significado, por aquello que le otorga un carácter intrínseco. La coyuntura que ha llevado a Nicolas Cage a ser algo más que un actor que en sus mejores momentos logró la preciada estatuilla dorada, para terminar cayendo en un éxtasis interpretativo que lo ha inmortalizado en un sello, en una marca propia de la que prácticamente se desprende una autoría, una forma de hacer y de dirigir cada gesto casi a conciencia. Panos Cosmatos volvía a la dirección 8 años después de su primer trabajo, y por si encontrar una respuesta suficientemente madura y poderosa a aquella gran ópera prima que grabó su imaginario en nuestras retinas no fuera suficiente, la figura de Nicolas Cage se alzaba como un reto todavía mayor para el italio-canadiense. Tener ante sí a un intérprete capaz de capitalizar cualquier escenario preso del icono en que ha devenido estos últimos años, se alzaba como una prueba de fuego ante la representación quimérica del cine de Panos Cosmatos. Pero si algo ha dejado claro el autor de Mandy en apenas dos largometrajes, es su absoluta capacidad para afianzar la imagen como tótem, como un todo que sin necesidad de prevalecer, se antoja axioma indivisible en la constitución de un universo propio. Algo que, por otro lado, se revela en la primera parte de Mandy, donde la concepción del cineasta se sobrepone a cualquier otro elemento y logra instaurar un espacio inherente a la imagen que define sus creaciones. Una imagen que se retroalimenta sin necesidad de hacer converger relatos, e incluso se contrapone a través del uso del plano, describiendo mundos colindantes en una simple escena, algo que dibuja con sencillez desde los dos últimos planos de Mandy y Beyond the Black Rainbow.
Es necesario para comprender el imaginario Panos Cosmatos, remitirse a una percepción anterior, o hasta volver a ella desde el presente. Quizá por ese motivo hablar de Beyond the Black Rainbow partiendo desde su posterior homóloga no resulta sino forzoso; por cómo se encuentran en el acto de creación dos obras que, parapetadas en la imagen mediante ideas complementarias, forjan conceptos que van más allá del relato, y aunque lo enriquecen, se explicitan a partir de un aspecto visual ineludible. En ese sentido, el contexto propuesto, apuntando a la sci-fi ochentera y trazando una realidad paralela —sugerida especialmente por el lugar donde Elena, la protagonista, es puesta a prueba por un inquietante personaje, de nombre Barry Nyle—, otorga constantes estímulos en el trabajo cromático que constituye el film, así como por una iluminación que incluso explora posibilidades en las que visibilizar la mutación del microcosmos presentado. El componente referencial es absorbido desde esa perspectiva por una atmósfera que, si bien regenera sus claves, se detiene en la composición del universo introducido por Cosmatos, y la sostiene tanto desde sus enigmáticas estampas, como en la relación tejida entre Elena y Nyle. Es a partir de esta donde Beyond the Black Rainbow va sosteniendo un atrayente y sutil juego en el que ir desentrañando la condición que hace de la protagonista el fascinante sujeto de estudio que dirige todo el interés del absorto villano interpretado por un fabuloso Michael Rogers; un villano en cuya naturaleza se encuentran resonancias del que más tarde interpretaría Linus Roache en Mandy, tanto por la extraña dualidad fomentada —siempre a partir de realidades escindidas— como por el vínculo formado con quienes le rodean, dispuesto como una figura manifestada desde una superioridad implícita en todo momento.
Beyond the Black Rainbow se compone, del mismo modo que Mandy, como expresión ensalzada desde lo visual, un terreno en el que logra algo más que comprimir densas atmósferas y dotar de un carácter distinto a sus escenarios; también se dispone como un ejercicio capacitado para retorcer el significado de esa imagen —hecho que cobra forma en la poderosa descripción de la génesis que dispondrá a Nyle como pieza fundamental del proyecto, y que representa en la textura un componente visceral esencial para la exposición de sus intenciones—, y de confrontar nuevas dimensiones sin necesidad de coartar la condición de la obra. Pero esa traslación —que muta, por momentos, en digresión pura y dura— es tan capaz de proponer espacios irreales, cuasi figurativos, como de dirigir su mirada a lugares tangibles sin perder la perspectiva de la misma creación propuesta por Cosmatos. Esa virtud, no únicamente expuesta en la imagen como bastión, halla también en la (portentosa) partitura electrónica de Jeremy Schmidt —con su proyecto Sinoia Caves— y el uso que le otorga el cineasta un marco en el que subvertir el espacio central incluso dejando momentos tan particulares —¿qué tiene Panos Cosmatos con el folclore mexicano?— como atrevidos —el modo en como se aferra a esa disonancia en su episodio más experimental con respecto a las composiciones antes empleadas resulta de lo más inquietante—. La determinación de incorporar planos perceptibles y ligados en algún momento a nuestra realidad no desplaza ni por un segundo la personalidad con que se arma la propuesta; de hecho, incluso resulta determinante con respecto a un tempo denso, ensimismado, que al encontrar nuevas vías también otorga un reflejo distinto, más temperamental, a Beyond the Black Rainbow. No estamos solo, pues, ante un film que aprovecha su enorme potencial visual para generar atmósferas a ratos imposibles, estamos ante el prisma de un cineasta indómito, incapaz de someter su imaginario y tan hábil para componer estampas perdurables como para integrarlas en un universo tan barroco como quimérico. Un cineasta destinado a perdurar a través de la utopía de una imagen desafiante pero, ante todo, imborrable.
Larga vida a la nueva carne.