Del siglo de las luces a la Polinesia francesa actual, Albert Serra regresa al presente casi dos décadas después de su debut. Una decisión que podría ser premeditada, consecuente desde una obra siempre fijando su punto de mira en las altas esferas (o en la concomitancia de estas con algunos personajes históricos), y hasta comprendida como una evolución lógica en el cine del autor catalán… si no fuera porque el propio Serra lo desmentiría todo encontrando, una vez más, en su forma de realizar estas barrocas construcciones a través de lo imprevisto, de una cierta confusión casi patente en determinados segmentos de su cine, una verdadera razón de ser. Y, aunque, poco a poco podamos ir distinguiendo a ese Serra que tan pronto se despacha contra cierto sector del público del que busca llegar a las raíces de su cine, a la esencia de aquello que desea dejar impreso en el celuloide, no deja de ser un tanto extraña la manera en cómo confluye su cine y otorga motivos a un autor cuya creencia inequívoca en el poder de las imágenes, de esas atmósferas que de vez en cuando fascinan y carcomen al espectador, parece cargar de razones. Separemos, no obstante, la obra del autor.
Pacifiction, si bien en ocasiones parece poseer una lógica interna y encontrar en algunos oasis en mitad de la travesía una línea discursiva propia, nos sigue acercando a un cineasta capaz de dinamitar cualquier (pre)concepción sin hallar un motivo pretendidamente congruente, una razón a la que aferrarse. Y es que aunque seguimos los pasos de un alto comisario en mitad del Pacífico, con todo lo que ello conlleva, Serra siempre tiene esa habilidad para desplazar el elemento central, un núcleo al que logra dotar de forma sin necesidad de mediar palabra —véase esa primera reunión, donde a partir de la planificación, el cineasta deja solo en el cuadro a Benoît Magimel, escenificando de ese modo una distancia que se dirime más desde las diferencias y puntos de vista que desde el comportamiento del propio personaje—. Así, y pese a que la cámara no deja de seguir el rastro de De Roller, el protagonista, en casi ningún momento, podemos asumir fácilmente que no es sino otra pieza en el engranaje perpetrado por el autor de Liberté, que tan pronto nos sume en una batalla dialéctica, como nos lanza contra un poderoso oleaje que engulle cualquier perspectiva y nos devuelve a esa predilección por lo visual.
Si hay algo, no obstante, que no devora el cine de Serra desde su particular idiosincrasia, es esa decadencia que encontramos tanto mediante la disposición de algunos personajes como desde una imagen que parapeta incluso su propia proyección. Podríamos decir, pues, que las piezas que coloca el cineasta (contexto, personajes, ciertas secuencias) alimentan una finalidad que él mismo parece empeñado en negar: así lo establece no sólo a través de las imágenes y la construcción que se sustrae de ellas, también desde un sentido del relato apegado, por momentos, al vacío, a una absoluta nada que se concreta desde la propia concepción del mismo, desde su huida de los avatares tradicionales o de la conclusión como forma de resignificarlo. Es complejo, en ese sentido, afrontar Pacifiction desde una querencia narrativa en tanto estamos ante una obra que no es que desprecie tal faceta, más bien la subordina a un indudable dominio visual que tan pronto germina en estampas imborrables como crea atmósferas puramente ilusorias, casi pendientes de otra realidad distinta. En definitiva, no cabe duda de que el nuevo trabajo de Albert Serra volverá a generar divergencias, prácticamente como una extensión misma de sus propios universos, tan propensos a entablar diálogos desacostumbrados como a dejarse catapultar por un torrente de imágenes del que no siempre es fácil escapar.
Larga vida a la nueva carne.