Pablo Trapero pertenece a esa generación de realizadores latinoamericanos que transformó la forma de hacer cine en el sur del continente americano a finales de los noventa-principios del siglo XXI. Su cine presenta manifiestas bondades. En primer lugar nos encontramos con uno de esos escasos especímenes que aún permanecen con vida en el cine contemporáneo al que podemos denominar sin duda como un autor. Ello obedece a que sus obras se muestran intrínsecamente conectadas a través de una mirada apegada al realismo más obsceno y tremebundo, captado bajo un revestimiento muy ligado tanto al cine documental como a esa nueva ola francesa que capitaneó Jean Luc Godard. Trapero por tanto no huye de la realidad sino que la adopta como un patrón de trabajo sin el cual un sastre no podría confeccionar sus personales trajes. En segundo lugar otro de los aspectos que enlazan sus diversas películas es su tonalidad pesimista en torno al funesto futuro que este complejo mundo parece ofrecer al ser humano. Así, bajo un punto de partida emparentado con el cine negro, las cintas de Trapero derivan hacia una atmósfera naturista y terriblemente fatalista, dejando pues de lado a medida que se desarrolla la trama las connotaciones de simple thriller que emanan de los acertados argumentos hilvanados por el cineasta argentino. Finalmente la envoltura más relevante, para un servidor, del autor de Leonera consiste en su talento innato para impactar al espectador a través de la imagen. Y es que la semblanza visual que ostentan las mejores películas de Trapero adopta la forma de pequeños escupitajos surgidos desde la bilis más nauseabunda y animal lanzados con la intención de concienciar al espectador que los recibe del caos, corrupción e injusticias que persiguen a esas clases más desfavorecidas que contemplan con impotencia como el ejercicio del poder y la putrefacción ambiental termina devorando sus esperanzas de progreso. Porque para Trapero no hay esperanza posible en una sociedad narcotizada por el dinero, las ambiciones desmedidas y la perversión, donde apenas cabe pues lugar para el surgimiento del humanismo y la caridad.
En esta línea de cine de trincheras Trapero dirigió en 2002 una de sus mejores películas: la esencial El bonaerense. Quizás, con su segundo largometraje el autor de Elefante blanco alcanzó la depuración perfecta de su estilo propio. Y esto es así porque en El bonaerense encontramos esas virtudes que comentábamos en el primer párrafo de esta reseña engarzados con una precisión y una sapiencia que denotan las claras intenciones de un autor que buscaba con la producción de esta cinta adeptos incondicionales poco dados a la complacencia. Sus imágenes duelen. Porque aquí no nos vamos a topar con ese disfraz aparente cosido desde encuadres perfectos o académicas composiciones de plano. Ni siquiera las escenas eróticas serán horneadas desde esa falsa belleza inherente al coito cinematográfico donde dos cuerpos desnudos sombreados con un molde de escultura renacentista parecen disfrutar de un edén perdido. Que va. Las imágenes de El bonaerense son dolorosas y pretendidamente feas. Trapero aspira la basura presente en las calles y cloacas de un Buenos Aires totalmente inhóspito e irrespirable habitado por toda una galería de personajes desagradables movidos únicamente por sus propias ansias de poder. Una atmósfera exenta de oxígeno, incompatible por tanto para establecer relaciones humanas basadas en la colaboración y el amor. Un amor que será mostrado por Trapero con una estética salvaje y animal a través de unas escenas sexuales despojadas de glamour donde los polvos son verdaderos y próximos para el espectador, siendo rodados sin ningún tipo de adorno erótico.
La cinta narra la travesía vivida por un cerrajero llamado Zapa (Jorge Román en un rol impactante y desgarrador) quien malvive en un entorno familiar hostil en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires vendiendo sus dotes para la cerrajería a criminales de poca monta mediante su colaboración en pequeños robos. Sin embargo Zapa será capturado por la policía en un fallido golpe en el que participaba con objeto de abrir una caja fuerte, debiendo huir a la ciudad de Buenos Aires gracias a las influencias de su tío, un adinerado empresario con contactos en el mundillo de la policía. Así, Zapa arribará a la capital argentina para enrolarse en un curso de capacitación policial en el cuerpo de la bonaerense —la policía urbana de Buenos Aires—.
Zapa se enfrentará de este modo a un entorno hostil perfectamente radiografiado por Trapero bajo la figura de un Buenos Aires con aires de comedia dantesca trazado con una rubrica viciosa e indecente. Para ello Trapero brinda el protagonismo absoluto de la trama a Zapa quien será testigo, al igual que el espectador, de las corrupciones, traiciones y tropelías que suceden tanto en la comisaría de policía a la que es destinado como en los barrios y calles de una ciudad árida y sumida en un caos consciente y conservado por unas fuerzas de orden y seguridad cuya existencia se basa fundamentalmente en el desorden y la inseguridad que ellas mismas fomentan.
En medio de este ambiente inhumano presenciaremos los tejemanejes, enchufes y tratos de favor inseparables a un cuerpo policial totalmente absorbido por su propia corrupción a través de los ojos indolentes de un Zapa quien parece haber sido moldeado como un ente de piedra carente de sentimientos y al que poco importa los vomitivos acontecimientos que suceden a su alrededor. Contemplaremos el inicio de la relación sexual que nacerá entre Zapa y una solitaria y amargada profesora de policía. Igualmente observaremos como gracias a la pericia mostrada por Zapa en el arte de abrir cajones y cajas fuertes, éste será tomado como brazo derecho del corrupto jefe de la comisaría de policía. Y también advertiremos como el protagonista irá poco a poco amoldándose al ambiente frívolo, taciturno y superficial característico de la bonaerense.
Una de las principales virtudes de la cinta se halla en la total ausencia de linealidad en su propuesta argumental. Así, Trapero opta por pintar su cuadro a través de pequeñas pinceladas a modo de capítulos vitales del protagonista construidos con un principio, nudo, desarrollo y fin. Gracias a este arriesgado envite Trapero consigue desnudar su obra de fuegos de artificio siendo el trágico caminar de Zapa, —en un marco ligado a ese cine social y de denuncia que tan buenos resultados ha dado al cine latino pues la cinta en sus primeros compases me recuerda mucho a obras cumbre como El dependiente o la chilena Valparaíso mi amor—, la esencial línea melodramática que sustenta la columna vertebral del film.
El bonaerense se eleva después de más de diez años desde su realización como una obra no apta para todos los estómagos y espectadores en virtud de su crudo retrato de una sociedad argentina desguarnecida y sumida en un confuso caos existencial. La estética edificada por Trapero duele. Atormenta sin duda contemplar a ese ingenuo Zapa torturado por las fauces de una ciudad visceral colmada de una basura moral que asusta por la cercanía con la que es mostrada. Resaltar que como en toda buena película de Trapero los actores están espléndidos en sus respectivos roles haciendo gala de ese semblante descompuesto libre de todo sentimiento humano que ayuda sin duda a elevar el tono de un film al que el paso del tiempo no ha hecho más que revalorizar su portentoso valor.
Todo modo de amor al cine.
Sólo una palabra. Fascinante. Para el joven director. Tan sólo treinta años. Sin hacer comparaciones, me atrevo a decir que es nuestro Fellini, a quien admiro desde siempre. Está es la segunda película que veo de Trapero. La primera fue Mundo grúa…me atrapó desde el comienzo. Amo a los talentosos directores, con la capacidad de mostrar, como lo hace ,la irremediable realidad, que una y otra vez acosa el entorno cotidiano a nivel nacional, aunque es universal .