Aunque Pablo Larraín ha dado el salto definitivo con su No, lo cierto es que el cineasta chileno ya había realizado retratos (ya fueran más evidentes o más soterrados, como el del film que nos ocupa) sobre la dictadura chilena anteriormente. De hecho, quitando su ópera prima Fuga, todas sus demás obras ficcionadas (ya que también co-dirigió un documental en 2010) versan en mayor o menor grado sobre esa dictadura que ejerció Pinochet hasta principios de los 90.
En Tony Manero percibimos pequeñas dosis de información entorno a este hecho mediante elementos perfectamente introducidos en escena (esa televisión con Pinochet dando un discurso, la patrulla militar dando a intuir un toque de queda, incluso más adelante las octavillas de un ciudadano yaciendo a la orilla del río que no ha corrido la mejor de las suertes) que constatan una realidad social imbuida en el propio panorama que retrata, el de una Chile decadente que parece mostrar en todo su auge una marginalidad y crudeza que no sólo se palpan en el ambiente, sino también en el propio personaje interpretado por Alfredo Castro.
Tras él se esconde Raúl Peralta, un tipo que vive con un particular y variopinto grupo de gente, cuyo único sueño es emular a uno de sus ídolos, Tony Manero. Un Manero al que visita en cada ocasión que puede en sus incursiones cinéfilas para ver Fiebre del sábado noche y tras las que aprovecha tanto para perfeccionar tanto sus movimientos en la pista como para memorizar los diálogos de un film que parece trascender en la vida de Peralta más allá de la propia pantalla.
En ese sentido, nos encontramos ante un protagonista absorto en un universo creado entorno a la figura de ese personaje ficticio: parece no responder ante lo real y palpable cuando su objetivo (completar esa ‹performance›) está por medio, divaga sin demasiada claridad en no pocas ocasiones e incluso su errático devenir parece fomentado por la devoción entorno a la construcción de una personalidad que cobra tanta importancia para Raúl que ni siquiera vemos su traje hecho a medida para ponerse en la piel de Tony Manero, pues lo guarda con recelo a expensas de que llegue el día que se pueda embutir en él y cumplir su sueño.
A raíz de ese sueño, Raúl pierde la concepción de realidad y empieza a regirse por impulsos que le llevarán a cometer una serie de crímenes y actos. Unas veces para poder construir una tarima digna del mismísimo Tony Manero en lugar de un montón de tablones raídos a pie de suelo, otras para poder seguir el periplo de su héroe aunque sea entre negativos enfrentados a una fuerte luz, e incluso para no encontrar oposición alguna en su carrera por ser el imitador número uno del personaje interpretado por John Travolta en su Chile.
Esas acciones, sin embargo, tienen lugar en mitad de una narración que se muestra errante; probablemente, como el devenir del propio personaje que encaja a la perfección en un microcosmos que se muestra tan inestable como el propio protagonista: en ocasiones se entrecruzan diálogos, o una acción da comienzo sin que sepamos donde quedó la anterior… incluso las pretensiones de algunos de los personajes que le rodean son difícilmente predecibles, logrando así formar un nexo que transforma el film en un todo y justifica plenamente su moroso ritmo y cuasi caótica estructura.
A la construcción de ese universo tan particular también ayuda el empleo de una fotografía que calza a la perfección con lo que estamos viendo en pantalla y hace del encuadre una magnífica arma para transformar esa violencia tan cruda y áspera que surge a borbotones en un elemento que no desestabilice el conjunto con golpes de efecto que en realidad no terminan siendo tales, pues más bien justifican la idiosincrasia del personaje, sus repentinas actuaciones que pretendidamente no poseen motivo aparente y al final terminan siendo una indivisible pieza más del puzle.
La interpretación de un Alfredo Castro que borda un papel más complicado de lo que podría parecer, pues más allá de en los silencios, está basado en gestos que moldean el carácter del personaje y describen perfectamente sus intenciones, es el broche de oro para un film que, en mitad de ese extraño tono, sabe terminar ofreciendo respuestas al espectador, como mínimo en lo que respecta a su protagonista: todas esas inconclusas relaciones establecidas por el propio Raúl no son más que una consecuencia de esa alienación en el fondo provocada por el egoísmo imperante en una sociedad abocada al desapego.
Larga vida a la nueva carne.