Si la figura de Takeshi Kitano se podía acoger a un reto mayúsculo después de Outrage Beyond, ese era el hecho de culminar una trilogía que ya en su anterior film dejaba en un punto álgido, y hacerlo no dando la sensación de repetición o agotamiento en una fórmula que ya le llevó a tratar su propia crisis creativa a mediados de la pasada década levantando otra trilogía de excepción. Era precisamente, el alzamiento de ese trío de films —compuesto por Takeshis’, Glory to the Filmmaker! y Achilles and the Tortoise— y su evolución uno de los motivos por los que cabía deducir que el cineasta nipón sería capaz de seguir reinventándose incluso en el género —el ‹yakuza eiga›, su filón más explotado y el que mayor rédito le ha otorgado— que se podría presuponer más agotado para sus intereses. Esa apuesta, concretada ya en una de las primeras secuencias de Outrage Coda —concretamente, la primera toma de contacto con el personaje de Otomo, que resulta destensada gracias a su siempre particular humor—, parece activarse en un arranque que recurre a esquemas conocidos —esa ametralladora explicativa asida por el autor de Sonatine mediante el que conocer a sus protagonistas a través de situaciones donde cada rol se antoja esquivo y cambiante— y los hace estallar en conspiraciones, traiciones y tejemanejes de todo tipo que logran rubricar el universo —casi siempre captado de forma extrañamente distendida— que retrata Kitano por más que sus personajes parezcan alejarse de él.
A ese carácter donde la tensión —o no una tensión al uso, al menos— no parece personarse ni en los puntos determinantes de la obra, le precede precisamente otra de esas aportaciones que, sin aparentarlo, realiza el japonés a sus obras, y que en Outrage Coda envuelve a esos individuos que ocupan el microcosmos constituido en un extravagante halo de patetismo que redefine a la perfección los límites de ese espacio. Aquello que siempre ha predominado en la obra de Kitano, ese excéntrico tono cómico marca de la casa —que bien podría derivar de un cierto mecanismo cultural, a juzgar por otros films asiáticos—, domina en su nuevo trabajo una zona que termina por contribuir a la regeneración de un contexto en el que la yakuza se antoja en una rara decadencia —algo que corroboran secuencias como la ya citada inaugural, o la última reunión del líder de los Hanabishi—.
La trama de conspiraciones y el disparadero de nombres da paso a una espiral de tiros y violencia que confirman aquello que parecía expuesto en la condición de sus personajes: no existen como tal, son la comparsa de un organismo que no augura ni se resiente de sus cambios. Esos personajes, que bien se podrían antojar sombras de su propia condición —no aparecen y desaparecen a raíz de sus tramas casualmente—, contrastan a la perfección con la figura de Otomo, que es el único individuo capaz de moverse con libertad e independencia en un contexto viciado. Takeshi Kitano devuelve el lirismo a la yakuza precisamente a través de un sujeto cuya naturaleza no se desprende de la propia relación con una organización cuyos intereses no parecen asemejarse a los suyos: Otomo actúa por convencimiento personal, sabiéndose fuera de un juego en el que podría ser un actor secundario —o incluso poseer más peso—, pero prefiere relegar a un plano subalterno —o entrar a disposición— y sólo aceptar cuando sabe que las consecuencias no le rebasarían únicamente a él.
Reforzada por una dirección cuyo carácter queda impreso en todas y cada una de sus decisiones —y se desprende tanto del tono como de un medido tempo o incluso de una violenta bacanal propuesta de modo tan sorprendente como inapelable—, Outrage Coda se afianza a cada paso que da, muestra de un talento que se siente tan vivo como un film capaz de proponer nuevas vías y además encontrar en ellas la despedida de lo que en algún momento se percibió como una antología de la que sólo quedan restos, así como un último y emotivo golpe con el que descubrirse ante uno de esos genios atemporales cuyo cine está ya a la altura de su mítica figura.
Larga vida a la nueva carne.