Parece que, con el paso del tiempo, aquello que se llegó a denominar “las variaciones Hong Sang-soo” —en relación a como el cineasta coreano ofrecía exactamente eso, variaciones y modulaciones a través de una serie de elementos que se repetían—, ha terminado adquiriendo un cauce distinto, y es que lo que hace no tanto resultaban modificaciones en un mismo espacio, ha terminado deviniendo una estructura cíclica a través de la cual el es capaz de disponer espacios embebidos de una irrealidad que apuntalan precisamente las cualidades de un film como el que nos ocupa.
Para empezar, esa irrealidad bien podría ser una extensión del personaje de Sunhi: en el último tramo de la película, y mediante una conversación telefónica, el espectador deduce que la protagonista no es muy amiga de los espacios abarrotados de gente, y que más bien prefiere la soledad. Ello queda constatado en el modo que tiene Hong Sang-soo para distribuir precisamente esos espacios, donde de hecho se podría decir que los personajes —especialmente cuando Sunhi hace acto de presencia— habitan bares fantasma; incluso la única acompañante de Sunhi y sus contendientes cuando frecuenta uno de esos bares/repeticiones, desaparece la gran mayoría del tiempo para que el soju ejerza como elemento a través del cual sincerarse.
Fuera de esos bares, y en los primeros compases del film, ese tono del que hace gala —en especial en su primer tramo— queda reforzado mediante espacios que casi parecen extraídos de otra realidad: iluminación, elementos que los forman e incluso en cierto modo la gestualidad de sus actores hace de esos emplazamientos un universo paralelo donde todo cobra sentido a través de la figura de Sunhi, verdadero eje del film que terminará determinando las vías tomadas por un cineasta que aquí parece particularmente poseído por el espíritu de esa muchacha cuyos defectos/cualidades no hacen más que ser resaltados vez tras otra, como si todo ello fuese fruto de una ilusión.
En realidad, lo voluble de esas “relaciones” que dan sus primeros pasos tan rápido (en una conversa, en un acto de sinceridad, incluso en un beso en la mejilla) como se difuminan, no deja de ser una extensión de lo que Sunhi supone para sus perseguidores. De hecho, que tanto alumnos como profesores terminen casi empapados de un patetismo hiriente (reforzado por esa canción —también, como no, en constante repetición—), no es más que la consecución de un estado generado por la propia protagonista, que al fin y al cabo termina describiendo más esa naturaleza que una propia personalidad. Incluso podría decirse que la personalidad que terminamos atribuyendo a Sunhi viene predeterminada por aquello que todos reiteran vez tras otra sobre el carácter de la joven estudiante, terminando de este modo más pendientes de los encuentros entre los distintos personajes masculinos, que del propio devenir de la protagonista.
No es que ello sea especialmente sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que desde el propio título (Our Sunhi) Hong Sang-soo ya construye hábilmente esta nueva aportación a su particular visión sobre las relaciones amorosas, algo que el coreano lleva largo tiempo desarrollando a través de sus ejercicios metacinematográficos, pero a cada paso que da cobra una nueva dimensión, una dimensión que nos es ajena, pero en la que paradójicamente cada vez resulta más fácil acomodarse, y es que Hong Sang-soo se está convirtiendo por derecho propio en uno de los autores a seguir sin excepción, así como en lo que ya hace años que ensaya en sus películas: una especie de abstracción —algo que incluso se observa en sus personajes aquí, quienes creen recordar líneas de diálogo que ni siquiera han presenciado— que cada vez le es más cercana al espectador, y a través de la cual no resulta difícil identificar un cine, un tono o incluso un lugar que ya se ha ganado, por derecho propio, la admiración del respetable.
Larga vida a la nueva carne.