El nacimiento de Europa
En Gangs of New York (2002), la epopeya histórica de Martin Scorsese, la sangre vertida en las calles por las bandas rivales de un barrio primero y, posteriormente, de casi toda una ciudad, era el caldo de cultivo sobre el que se construía la Nueva York contemporánea. Sin embargo, aunque Scorsese focalizaba su película sobre una ciudad concreta, de lo que en realidad parecía hablar era de los propios orígenes de la Norteamérica Contemporánea. Ya sea porque es el ejemplo más reciente dada la juventud histórica de un país como EEUU, lo cierto es que, de esos orígenes, el cine ha dado buena cuenta. Y seguramente sea el western el género que mejor los ha documentado, dibujando en ellos la idea de la violencia como patrón común.
Pero, lejos de ser un caso excepcional y localizado tanto en el tiempo como el espacio, la violencia como génesis es el ingrediente primordial que el historiador ha de rastrear para tratar de dar respuesta a los orígenes y las configuraciones de cualquier sociedad contemporánea que se precie. Y en ello, en la Vieja Europa, cuyas raíces han de buscarse atrás, muchísimo más atrás en el tiempo, encontramos los ingredientes primarios que luego se exportarían al Nuevo Continente (en el que, obviamente, la idea de la violencia ya estaba bien presente). Por eso mismo, más allá del exotismo de su punto de partida —a saber, el de tratar de dar respuesta fílmica a las últimas hora de vida de la momia humana más antigua de la que se tiene constancia, hallada en un glaciar de la cordillera de los Alpes de Ötztal en 1991—, el destino final de una película como Ötzi, el hombre de hielo (Der Mann aus dem Eis, Felix Randau, 2017) parece erigirse, precisamente, en articular un discurso sobre la violencia como base en el primer estadio evolutivo en los orígenes no solo de Europa, en este caso, sino de la propia humanidad.
Porque, si bien al principio se creyó que la momia, extraordinariamente bien conservada, era la de un desafortunado alpinista extraviado, pronto se descubriría que el cadáver que asomaba en el hielo era mucho más antiguo. De unos 5.300 años de antigüedad, para ser más concretos. Y más truculento resultó que la causa de la muerte que los forenses le atribuyeron fuera la de un asesinato a traición, por la espalda, a través de una flecha portadora de muerte lanzada desde la lejanía. Que el final de Ötzi, tal y como el equipo de descubridores apodó a la célebre momia, fuera tan trágico y macabro y que, en la fecha de su muerte, la humanidad, imbuida en plena Edad del Cobre, todavía estuviera en los albores, caminando hacia la construcción de las primeras civilizaciones, permite a Felix Randau, el director de la película que aquí nos ocupa, articular ese discurso sobre la violencia y los orígenes de Europa como parábola política a la Europa actual. Esto es: la del odio al otro, la de la política del miedo promovida por las formaciones de ultraderecha o, en definitiva, la del desmoronamiento del sueño europeo de la concordia.
En ese sentido, como la película de Scorsese, el film de Felix Randau vehicula este discurso a través de la idea de una venganza a dos bandas. El Ötzi al que Jürgen Vogel pone rostro y presencia física (de forma espléndida, todo hay que decir) es un hombre de principios respetado por la comunidad, con una familia a la que quiere y protege… Randau se encarga de construir casi un (anti)héroe contemporáneo para que, cuando la violencia ejercida por el otro, por el extranjero, catapulte al personaje hacia una espiral de dolor y odio, podamos sentir que esa tragedia es nuestra, rompiendo cualquier barrera temporal y, con ello, universalizando el discurso. Por esto mismo, el director alemán apuesta por una película que potencia la visceralidad y lo primitivo en su sentido más amplio. No solo por tratarse de una película que prescinde de casi la totalidad de los diálogos (los que hay ni siquiera presentan subtitulación alguna), sino también por la simpleza de su punto de partida, lo que permite que, tras la fachada de una película ‹survival› pura y dura, el mensaje que permanece bajo una fina capa emerja de una forma más directa y menos ambigua en una película que desecha jugar en el terreno de lo sutil.
Fuera de la parábola política, Ötzi, el hombre de hielo es buen cine de aventuras con ecos de western, directo, visceral y lleno de buen músculo técnico. Capaz de convocar las texturas ásperas del cine ‹survival› de cineastas como John Boorman a la vez que, parte de su dispositivo formal y de puesta en escena, parezca reflejarse (quizás demasiado) en interacciones contemporáneas entre el hombre y la naturaleza como El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), lejos del romanticismo crepuscular de películas como Las Aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972). Y como podemos comprobar al final del camino, en esta, a diferencia del resto, la venganza no termina siendo más que un espejo oscuro, bajo forma de objeto sagrado, que devuelve el rostro de uno mismo sin que haya resquicio de consolación alguna para un final harto conocido.