Con Reprise, Joachim Trier ya había dado muestras de un talento que le confirmaba como uno de los nuevos cineastas a seguir de la parte norte del viejo continente: no solamente mostraba maneras en un ámbito formal que en Oslo, 31 de agosto ha seguido puliendo sin necesidad de tomar caminos idénticos, aunque si colindantes, era capaz además de dibujar en sus personajes un retrato firme y sugerente entorno a una generación que quizá no pase por su mejor momento. No obstante, ese momento concreto no estaba focalizado en la crisis que asola en estos momentos Europa, sino en un devenir existencial que Trier describía con inteligencia, empleando las herramientas necesarias para llevar al espectador de la mano de sus personajes.
Esa decisión tan concisa y atinada delimitaba el carácter de un universo que, lejos de seguir la estela de Reprise en esta Oslo, 31 de agosto, la amplifica poniendo en liza una serie de cualidades que dotan de una nueva concepción al cine del noruego, pues mientras en su debut los recursos narrativos servían para acercarnos a la situación de su protagonista y comprender en cierto modo esa angustia que le rodeaba, en este nuevo trabajo va más allá y constata en un aspecto más descriptivo todas esas sensaciones que envuelven a Anders, su protagonista, acudiendo a los silencios, el off (algo que ya ensayaba con acierto en Reprise) e incluso unas trabajadas líneas de diálogo que revelan en la indolencia de algunos de sus personajes uno de los males que debe enfrentar Anders en su vuelta al mundo real.
De este modo, una secuencia tan aparentemente sencilla como la del protagonista esperando en un bar la llegada de su cita se transforma en un reflejo contenido de la situación vivida por él: problemas, ilusiones, dudas e incluso simples chascarrillos conforman una dimensión distinta para Anders, la de las relaciones humanas, que parece haber dejado atrás en su retorno tras un periplo realmente difícil, haciendo que una palabra –fracaso– retumbre en su cabeza como si más que de un eco del pasado se tratase de una percepción de futuro. Ese reflejo no es más que una suma de la inseguridad que rodea su figura, algo que queda constatado cuando en la primera secuencia del film intenta suicidarse.
Es por ello que la búsqueda de un inicio (o un fin) durante las 24 horas que componen ese 31 de agosto se diluye y se diferencia en diversas partes que atienden una necesariedad al reflejar distintos estados (o condiciones) en el que podría ser, de una vez por todas, el renacer de Anders. De la conversa al silencio, e incluso a una huida (ficticia, y ya presente en Reprise) de su Oslo natal para convertir esa angustia que rodea a los personajes de Trier en una nueva oportunidad que les permita alejarse de los errores del pasado y asumir lo que el futuro podría entregarles: sí, es cierto, los ecos de ese fracaso están ahí, pero la necesidad de iniciar un periplo distinto se transforma en una suerte de reconstituyente para él.
La llegada de la noche arroja otro tipo de perspectivas al devenir de Anders: esa posibilidad de conocer una chica, huir de esa incertidumbre y aflicción, y entablar otras vías bien podría no ser un espejismo, y quizá ese es el principal motivo que le empuja a seguir la mirada de Johanne, y perseguir lo que bien podría ser una nueva realidad. Pero el peso de lo dejado atrás, la angustia que le precede, parece una losa demasiado grande a levantar en una situación donde el individuo (la entrevista, la postura de su hermana, etc…) parece haberle dado la espalda, y remar contracorriente se antoja complicado, incluso para un muchacho capaz de entablar una relación con la facilidad con que conoce a Johanne.
Trier, quizá consciente del rumbo del personaje y de un devenir que, como ya sucedía con Lore de Shortland, da un paso más allá en comparación con su debut, no sume al espectador en uno de esos relatos donde el blanco y el negro eclipsan el conjunto, pues en el fondo, y pese a sus errores pasados, Anders todavía conserva la confianza de algunas relaciones y la libertad que le confiere (en cierto modo) el hecho de no tener responsabilidades en un ámbito más social. Así, el cineasta noruego nos hace partícipes de un periplo que en Oslo, 31 de agosto adquiere muchas tonalidades, y que aunque en su último paso retrate algo que en realidad no es tal, corrobora gracias a la coherencia interna del relato y la sutileza e inteligencia con que nos es entregado su segundo film que, de entre las toneladas de talento que últimamente llegan de Escandinavia, él es uno de los que hay que seguir sí o sí.
Larga vida a la nueva carne.