La presentación a las productoras del proyecto para rodar Atolladero, debió ser un proceso curioso. El argumento básico a vender consistía en una pareja de policías que patrullan zonas desérticas de Texas para imponer un orden que realmente solo sirve para mantener en sus negocios y delitos a los caciques del lugar. La pareja son el sheriff y su joven ayudante, Lennie, harto de aquel pueblo y deseoso de ir a trabajar a Los Ángeles. Como aliados y enemigos se cruzan con Madden, mercenario y pederasta, el vigilante y chófer Sal, un indio anciano y Vince, el cadete policía. Todos tratando de proteger al juez, una figura prácticamente inútil en una tierra de zorros y reptiles.
La época escogida para crear el ambiente era 2048, un año todavía futuro cuyas predicciones no resultan increíbles ahora. Esos coches llenos de videocámaras. Unos helicópteros parecidos a drones. Y armas de repetición que quizás sean obsoletas para los ejércitos de hoy en día.
Si el boceto no resultaba lo bastante suicida para encontrar financiación, el resto de elementos podían jugar en contra, porque no se trataba de un ‹spaghetti western› ni de un ‹gazpacho western›, entonces subgéneros en el limbo. Aunque se utilizara el desierto de las Bárdenas Reales en Navarra. Sin idea aparente de rodar en inglés aunque Iggy Pop sea uno de los personajes principales. Con Pere Ponce y Joaquín Hinojosa como la pareja de policías. Y sin coartadas sociales, políticas ni comediantes que dieran garantía de recuperar la inversión. Pero eran los años noventa y, aunque fuese a trompicones o por interés para obtener subvenciones a óperas primas, la película se realizó.
Así que Atolladero se produjo en 1995 y se llevó algún premio en certámenes de cine fantástico ese mismo año. Consiguió un estreno de tapadillo por salas comerciales, en verano de 1997, el mes de agosto. Aquí en Madrid la pudimos ver en los cines Ideal, apenas una docena de personas entre el público los primeros días. Gracias al arranque, formalmente más norteamericano que europeo. O quizás en apariencia. Con ese tren monorraíl tan galáctico, creado con efectos pre-digitales, una fotografía con la que se mastica la arena, se nota el calor del sol y la sequedad de los personajes.
El amigo que me acompañaba y yo habíamos leído el tebeo en que se basaba, con guión del propio Aibar. Pero faltaban los dibujos de Miguel Ángel Martín, tan atractivos como crudos y violentos. Ni siquiera el cartel de promoción había recurrido a usar sus ilustraciones. A mí me gustó la propuesta porque yo entonces solía estar pendiente de la coherencia del guión, de darle una estructura completa al cómic adaptado. Pero la narración audiovisual era más corriente según el cine de acción norteamericano del momento, eso sí, hecho con solvencia respecto al estatismo español en cuestión de dinamismo.
Después de revisar Atolladero para volver al director, que ahora estrena la interesantísima El sustituto, le doy la razón a ese amigo que denunciaba las carencias de montaje durante un tiroteo de dos minutos al que le sobraban planos detalle que retardaban la acción más que intensificarla. Tampoco ayudan las escenas en las que nos quedamos pasmados con esos trenes y drones más tiempo del necesario hasta causar extrañeza. O el contraste de actores con un Iggy Pop paródico y simpático en su villanía frente a Pere Ponce, entregado, creíble con su bondad pero demasiado intenso para el tono más liviano que podría haber tenido el film. En el punto exacto está Hinojosa, un individuo duro, certero y cínico, demostrando que siempre fue un buen actor con presencia y carácter, al igual que Félix Rotaeta, fallecido después del rodaje.
Lo más claro es que Aibar se dio a conocer frente a un comic editado por entregas mensuales de una, dos o pocas páginas en la revista Makoki, historietas de gran atracción visual por sus viñetas y grafismo directo, con una trama trabajada por concisión, diálogos cortos y elipsis en los guiones de Aibar, más allá de los directores que permanecen con una filmografía regular y taquillera en ocasiones, que comenzaron a inicios de los noventa. Entre ellos encontramos nombres como Álex de la Iglesia, Icíar Bollaín, Alejandro Amenábar, Julio Medem, Fernando León de Aranoa, Gracia Querejeta y Daniel Monzón. En la banda opuesta hay otros olvidados como Santiago Lorenzo, que pasó del cine a la literatura con buena suerte, o Aguilar y Cabrerizo, ahora más volcados en el ensayo y análisis cinematográfico, como algunos que se replegaron al teatro y otras labores.
Óscar Aibar empezó en el comic como guionista y ganas de hacer cine. En su filmografía encontramos seis largos que resultan más interesantes en el caso de Platillos volantes, El bosque o El gran Vázquez —buena manera de acercarse a una biografía sobre un autor de tebeos clásicos y el mejor papel de Santiago Segura—. Sin olvidar ese intento de cine juvenil coyuntural que fue La máquina de bailar.
Óscar Aibar demuestra que una ópera prima no ha de ser perfecta, sino arriesgada, con aciertos como la sensación de amenaza con los tonos azulados fluorescentes en los paseos de los policías. Ese precedente argumental de poli joven, junto al poli quemado, casi calcado por la posterior Training Day. La fidelidad de un actor que siempre le acompaña en todos sus largos, salvo en uno, además de series de televisión, el eficaz Pere Ponce. Atolladero demuestra que los cómics pueden ser mejores que su adaptación. Que no fue un éxito pero tampoco un fracaso, después de veinticinco años de carrera por parte de su autor.