Es difícil entender el carácter de un futbolista. La gente de a pie se escandaliza cuando a unos y otros jugadores les cazan usando todo tipo de artimañas (fraudes al fisco, chantajes…) para arañar aún más dinero del que de por sí les genera su salario base y los millonarios contratos publicitarios que gestionan. Tampoco se termina de aceptar su actitud dentro del campo o ciertas declaraciones ante los micrófonos. Pero la realidad es que estos comportamientos sólo se dan en los jugadores top o, al menos, la mayoría de los que han jugado en la élite alguna vez en su vida. Y la razón de esto no es otra que el peso de la fama, una circunstancia que tiene evidentes beneficios pero también trae muchas complicaciones que, en un muy alto porcentaje de los casos, acabarán cambiando la personalidad de este individuo.
Pese a su galopante juventud, André ya empieza a sentir este peso en sus carnes. Los rivales le buscan para coserle a patadas y que así no pueda mostrar un talento que le hace ser señalado como una de las más firmes promesas de su categoría. Pero el chaval no reacciona nada bien a este juego duro y se toma la justicia por su mano abofeteando al rival. Claro que todo esto hay que matizarlo: André tiene tras de sí un completo desajuste familiar, en el que su padre tiene cuatro hijos, estando tres a su cargo y uno más en una familia de acogida, mientras que de su madre sabemos sólo que no está presente. Este es el menú que se sirve en Os Olhos de André, cinta cocinada por un António Borges Correia que se ha formado cinematográficamente con una larguísima experiencia en el terreno televisivo (tanto series como telefilmes), habiendo dirigido sólo un largometraje (Parto, 2011) antes del que vamos a tratar aquí.
Borges Correia parece ser de los que prefieren dejar la cámara quieta y que todo fluya como tiene que fluir, interviniendo lo más mínimo para así no entorpecer la puesta en escena. Gran decisión del portugués, porque cada plano en esta película acaba teniendo elevada importancia, componiendo una construcción cinematográfica ultrarrealista que permite comprender en todo su esplendor el carácter de los personajes. Por ahí se puede explicar el título de la película, Os Olhos de André; el cineasta nos ofrece la historia tal y como la veríamos nosotros si fuéramos los protagonistas, no en un sentido de perspectiva (lógicamente, no es en primera persona) sino de elaboración del escenario. Alguno ha trazado paralelismos entre este film y el cine documental, pero existen suficientes diferencias como para separar a la cinta de Borges Correia de este género.
La genial apariencia de Os Olhos de André en el aspecto visual va de la mano de un trabajado guión, donde las miradas y los silencios juegan un papel muy importante. Todo se encuentra bien planificado e hilado, como vemos en las escenas de un André solitario que terminarán entendiéndose al alcanzar el desenlace de la cinta. Sin embargo, Borges Correia no termina de encontrar una salida definitiva para la telaraña argumental que ha ido tejiendo, otorgando demasiada relevancia a lo que está detrás de la historia expuesta, como si las revelaciones y las cosas que comprendemos en el desenlace tuvieran que resolver por sí mismas este apartado. Como decíamos al comienzo de esta párrafo, la grata frialdad con la que es capaz de rodar va aparejada a una no menos gélida escritura, que en diferentes circunstancias roza la perfección (esas escenas de partido donde André sufre las faltas del rival) pero en la mayoría deja con ganas de profundizar más en un relato que, eso sí, tiene una duración ajustada acorde a lo que se quiere contar: sólo 65 minutos.