El año 1982 puede considerarse como el mejor ejercicio en la historia del cine filipino. Por un lado Ishmael Bernal realizaba la que es considerada a día de hoy la mejor película de la historia de Asia Pacífico, la magnética y magistral Himala (galardón concedido tras una pormenorizada votación llevada a cabo en 2008 en los Asia Pacific Screen Awards). Y por otro el intrépido realizador Peque Gallaga filmaba la multipremiada Oro, plata, mata, sin duda una de las más populares y exitosas producciones surgidas del archipiélago. Pasados un par de días desde que tuve la oportunidad de ver ambas obras, no puedo quitármelas de la cabeza, guardando una mayor práctica de maestría la cinta dirigida por Bernal, pero conservando ese halo encantador y sugestivo característico del cine de género con pretensiones fastuosas la legendaria obra de Gallaga. Por ello he decidido reivindicar en esta reseña Oro, plata, mata, cinta tan excesiva como fascinante, si bien pretendo reseñar en breve la obra maestra de Bernal.
Peque Gallaga, miembro de una acaudalada familia filipina de origen mestizo-español, es uno de los cineastas más queridos y con mayor talento del cine filipino. Poseedor de una filmografía inabarcable por la ingente calidad de títulos que la forman y aún en activo en las complejas trincheras del cine contemporáneo, suyas son dos de las cintas más taquilleras de esa geografía; la protagonista de esta reseña y la erótica Scorpio Nights, erigiéndose como una de las principales figuras del cine de género más subversivo, enfermizo y arriesgado producido en el continente asiático.
Oro, plata, mata, adquiere la esfera de una epopeya bélica que evoca a esas superproducciones erigidas en el viejo Hollywood que narraban las vicisitudes y sucesos que rodeaban a una acomodada estirpe que observa como los lujos y comodidades inherentes a su estatus privilegiado eran demolidas por el aroma a destrucción y muerte que acompañaba los tambores de guerra. Y es que a pesar de estar ambientada en el contexto de la II Guerra Mundial combatida en las islas Filipinas, la guerra no hará acto de presencia en pantalla, alzándose como un espíritu cruento y amenazador que desafía y hiere a los protagonistas de la trama con su funesta presencia onírica.
La película se estructura en tres partes diferenciadas, ligadas a las tres palabras que dan título al film. Así, el oro representará esa etapa de luz luminosa previa al estallido de la II Guerra Mundial, donde la juventud idealizaba el cine evasivo de Deanna Durbin abandonando las dificultades en los vértices de una aparente felicidad inexistente. La plata simbolizará el período que abarca desde el estallido de la guerra en filipinas en 1941 con la sangrienta invasión japonesa y la organización de las guerrillas de resistencia apoyadas por un ejército estadounidense que abandonó a su suerte en estos primeros compases del conflicto a la población y al ejército local ante el empuje del ejército imperial japonés en las batallas de Corregidor y Bataán. Y mata personificará esa pérdida de inocencia sucedida en una población filipina merced a los encarnizados efectos de una cruenta guerra que convirtió a esa juventud deseosa de experimentar los placeres mundanos de la vida en unos despiadados animales asesinos con el fin de evitar ser masacrados por las bestialidades ejercidas en su contra por el enemigo japonés, y también por los oriundos del lugar.
Algunos críticos han observado en Oro, plata, mata una especie de deformación de los paradigmas ideados por Michael Cimino en su obra cumbre The Deer Hunter. Cierto es que ambas obras presentan vasos comunicantes. La una y la otra, serán narradas con ese estilo épico y clásico que pretende trasladar en pantalla el viaje, a través de la oscuridad y las nieblas que sacuden el alma en tiempos de guerra, que sufren varios personajes que perderán su ingenuidad en los lodazales de la crueldad, el suplicio y el tormento bélico experimentado en primer plano. En este sentido, es indudable que el arranque de la cinta dirigida por Gallaga evoca al preámbulo de la cinta del autor de Manhattan Sur, pues la celebración de una boda será reemplazada por otro festejo: un baile organizado por las adineradas familias Ojeda y Lorenzo en una ostentosa y recargada mansión propiedad del cabeza de familia Don Claudio Ojeda. De este modo, Peque Gallaga irá paseando su cámara, en virtud de unos soberbios y elegantes travelling, por los diferentes habitáculos de la residencia donde tiene lugar la superficial gala de ostentación de riqueza, fijándose en las frívolas conversaciones políticas desplegadas por los diferentes invitados, e igualmente en las charlas de sobremesa dialogadas por los comensales que describirán, gracias al inteligente recurso empleado por Gallaga, a los protagonistas de la epopeya.
Así, conoceremos al débil y cándido Miguel Lorenzo (Joel Torre), un huérfano de padre al que todos creen un amanerado por su inexperiencia sexual con las mujeres y la influencia de su sobreprotectora madre Inday. También descubriremos que Miguel está enamorado de la bella e insustrancial Trini Ojeda, una de las dos hijas de la bondadosa hija de Don Claudio Nena Ojeda, otra viuda que ha malcriado a sus dos bellas vástagas Trini y Maggie.
Esta magnífica y ostentosa escena de arranque será adornada con toda una serie de bailes, entre ellos unas descerebradas congas y unos arcaicos paso-dobles españoles que denotan el pasado colonial de unas islas habitadas por estirpes que aún emplean para comunicarse el lenguaje castellano, así como con toda una escenificación de decadentes y desmesuradas aclamaciones al alcohol, al sexo y la orgía intrascendente de la vida. Gallaga pondrá toda la carne en el asador en los primeros minutos del film, evocando el estilo de Michael Cimino filmando unas elegantes coreografías de valses bailados con una desbordante alegría, e igualmente captando la belleza de esta época de oro con una grafía que rememora el gusto de un Luchino Visconti deslumbrado por la estética del esplendor.
Sin embargo, el oro será derretido ante el anuncio del hundimiento de un buque de guerra filipino en la bahía de Corregidor a manos del ejército japonés, señal de la explosión de la guerra en la etílica y descreída hacienda de los Ojeda. De este modo, la cinta se trasladará hacia los escenarios de la plata, a través de la invitación de la familia Lorenzo a sus amigos los Ojeda a su finca situada en los apartados bosques del interior de la isla, para de este modo huir en este oasis de paz y silencio de la bestia de la guerra que asola en los rincones más poblados y populares del islote.
Este vector será rodado por Gallaga como una especie de parábola buñuelesca, mostrando los nocivos efectos que el aislamiento y el tedio consustancial al arrinconamiento de todo contacto social infringe en los diferentes personajes. Así, entre vacías tardes animadas por insípidas partidas de mahjong, baños en el riachuelo que riega los alrededores de la hacienda, y conversaciones sin importancia, Gallaga expondrá el sinsentido de un encierro que adquirirá un disfraz colmado de absurdo y asfixia de la que los personajes tratarán de huir mediante la práctica de sexo enfermizo y diferentes perversiones tratadas con un refrescante humor por el cineasta filipino.
Sin embargo el fantasma de la guerra estallará de frente en la lujosa residencia de los Lorenzo, con el acercamiento del ejército invasor japonés en las orillas de la finca, que será arrasada e incendiada y por tanto abandonada por las dos estirpes protagonistas. E igualmente la guerra hará acto de presencia en la figura de una partida de guerrilleros que combaten en las montañas a las cruentas tropas japonesas apoyadas por traidores colaboracionistas. Unos guerrilleros que serán ayudados por los Ojeda y los Lorenzo en su huida hacia las montañas como último refugio.
Pero la atmósfera cotidiana y rutinaria que alberga el retiro serrano será destruida por una sorpresa; el destierro y ultraje que sufrirá Melchor, cuidador de la hacienda de los Ojeda, quien será despedido y humillado por sus despreocupados patrones. Un Melchor que marchará jurando venganza contra ellos. Así, éste regresará al refugio acompañado de una partida de rebeldes violando, matando y despedazando a sus antiguos señores, convirtiéndose de este modo en un enemigo más cruento y bárbaro que las huestes extranjeras contra las que combaten los guerrilleros autóctonos. En este ajuste de cuentas, Melchor tomará como rehén a la joven Trini Ojeda a la que convertirá en su concubina. Este hecho transformará la dócil y débil personalidad de Miguel en la de un cruento guerrero quien acompañado del vigilante del refugio familiar acudirá al rescate de su amiga y ex-novia, desatando una espiral de violencia sanguinolenta escondida en sus más bajos instintos.
Oro, plata, mata es una de esas epopeyas que no dejan a nadie indiferente. Bajo el disfraz de una gran superproducción épica con pretensiones de retratar los cambios acontecidos en el seno de dos familias acaudaladas en el marco de un sofocante ambiente bélico, la película esconde no solo una ambigüedad moral escalofriante —de hecho la cinta encierra un nada soterrado mensaje de las consecuencias que la esclavitud y las vejaciones ejercidas por las clases privilegiadas en contra de las pertenecientes a los más bajos estratos sociales causan en sus participantes— que advierte del carácter feroz y vehemente de un sirviente que se convertirá en un verdugo más agresivo y brutal que el enemigo —punto que conecta el film con otro clásico de Mario O’Hara titulado Tres años sin Dios que asimismo reflejaba que el enemigo del pueblo filipino procede de las inclemencias y falta de compasión pertenecientes a los propios compatriotas— sino que también oculta en su envoltorio un vestido exclusivo del exploitation más enfermizo y radical.
De este modo, Gallaga combina una puesta en escena pretenciosa y elegante con salpicaduras de sangre salvajes y vomitivas, correspondientes al cine gore experimental —no puedo olvidarme de ese descuartizamiento bucal que el vigilante de la villa provoca en el rostro deformado de un extraviado soldado japonés, la escena en la que la doctora de la hacienda cose la lengua a un herido partisano o las escenas de violaciones y desmembramientos de dedos en la salvaje representación del holocausto ideada por Melchor y los suyos—. Así, la hora final de la cinta apuesta por el exceso carente de prejuicios, convirtiendo al flojo Miguel en un ángel vengador cuya capacidad para aniquilar contrincantes recuerda a esas coreografías vigorosas rodadas por un mesiánico John Woo a finales de los ochenta. Partiendo de este cambio de rumbo, —que para nada perjudica el resultado final del producto sino que termina por engrandecerlo merced a lo desmedido de la propuesta—, Oro, plata, mata adquirirá una poliédrica vertiente que resultará inclasificable en toda regla debido a su desorbitada puesta en escena que convierte sus postreros compases en un viaje a través de los infiernos a la par que un monumental espectáculo para goce y disfrute de los amantes del cine más aparatoso y estridente.
La total falta de contención que ostenta el film, convierte al mismo en un alucinante y alucinógeno trayecto trascendental hacia las oscuras vertientes de la alta burguesía filipina —casta a la que Peque Gallaga conocía con detalle en virtud de sus orígenes aristocráticos—, concebida a través del engranaje de una serie de imágenes que buscan el impacto en el espectador y que ciertamente lo consiguen. Se siente que Gallaga no dejó nada al azar, pintando cada escena con un pincel perfectamente planificado haciendo gala de un control extremo de cada capítulo integrante del film.
Empleando ciertos tics surrealistas repletos de un fanfarrón sentido del espectáculo llevado hasta las últimas consecuencias, Peque Gallaga fue capaz de erigir uno de los clásicos monumentales e imperecederos del cine filipino de todos los tiempos, heredero de la épica de las superproducciones tanto europeas como hollywoodienses pero infectado igualmente de un premeditado halo del exploit más desenfadado y delirante. Todo ello convierte a Oro, plata, mata en toda una experiencia cinematográfica a la que no debería renunciar ningún aficionado al cine más brutal y chocante. Y es que partiendo de la clásica historia de desmoronamiento familiar provocado por la influencia de un acto externo, súbito y ajeno a sus intenciones, la cinta bucea con mucho tino en esos resortes que afectan a la condición humana, plasmando la crueldad más sanguinaria e hiriente en un espeluznante primer plano. Puesto que como se indica en una inteligente frase insertada al final del film, la guerra convierte al ser humano en un animal sin sentimientos para poder sobrevivir a sus secuelas. Porque la cinta retratará a través de la efigie de Miguel Ojeda, —moldeado como un sucedáneo de ese Michael interpretado por Robert De Niro en The Deer Hunter—, esa pérdida de inocencia que tuvo lugar en la nación filipina causada por los cruentos efectos de la guerra. Y es que todo habrá cambiado. La bondad ha desaparecido para transformarse en violencia consciente y consentida. La ingenuidad presente en la virginidad ha sido corrompida por el sexo y el descubrimiento de los placeres de la tortura y su práctica desmedida.
Gallaga cerrará su obra con otra escena de baile radicalmente opuesta a la que filmó en la apertura. Las luces serán sustituidas por la oscuridad. Los lujosos trajes de exaltación de la riqueza serán reemplazados por humildes vestidos colmados de sudor y vicio. Las mujeres ya no adornarán su rostro con virtuosos peinados. No estallarán las risas descerebradas, y el alcohol parece escasear. La orquesta que amenizaba el festejo previo al estallido de la guerra no hará acto de presencia, sino que la música emanará de un destartalado tocadiscos. El sufrimiento, la violencia y la crueldad han acabado con el yacimiento de oro y de plata. Puesto que ya solo quedará una mata de aquello de lo que fuimos. Sin duda un final de maestro que pone la guinda a una película que brota como un deleite de lo macabro.
Todo modo de amor al cine.