Una mujer dispuesta a avanzar sin dudas, con ideas claras y más cabezonería que tesón. Esa es la esencia de Oro blanco. La belleza postal acogedora e impresiva de la espectacular Islandia nos seduce en cada una de las películas que nos llegan de la zona. Pero no es lo único a destacar de su cine, porque la letanía de sus habitantes siempre nos deja fuera de lugar. Una cuestión de cultura, o de cadencia en el habla. Puede que el frío o el reflejo verde en sus rostros. No lo sé seguro, pero acercarnos a personas más allá del envoltorio visual siempre resulta una verdadera aventura intrigante.
Todo el mundo sitúa a Grímur Hákonarson tras las ovejas de Rams (El valle de los carneros), la gran revolución granjera que encandiló a muchos hace unos años. Con Oro blanco nos aleja y nos acerca a su predecesora, más por una forma de concebir la narración que por simples pastos y pastores. Ese “oro blanco” al que alude su título es la preciada leche vacuna y los extremistas entresijos que se esconden tras su ordeño. Es curioso que se centre en el producto cuando el título internacional va a por el condado (The County), la comunidad y lo sectario de quien manipula ese oro blanco.
La película se centra en un primer momento en la rutina, ya sea de trabajo o de matrimonio, de la comodidad y la costumbre tras el laborioso impacto de cada uno de los detalles que centran la vida de Inga. Pronto los silencios pasan de frecuentes a necesarios al quedar ella sola frente a la granja y la cooperativa que domina contenido y continente.
Es esa mujer, que sin alterar apenas su rostro es capaz de expresar la ira y el cansancio de quien se convierte en cómplice de secretos ajenos, la que nos va a llevar de la mano por un camino lleno de piedras. El personaje que construye Arndís Hrönn Egilsdóttir es fuerte y comprometido, transmitiendo su creciente indignación con el mundo y quien lo habita con esa energía digna solo para los retratos islandeses.
El director aprovecha la experiencia ganada en Rams para transmitir la mecánica de las granjas del siglo XXI con cierto deleite en algo más que la naturaleza: esa necesidad humana de sacar rédito a un estilo de vida que se va desgastando, sin olvidar el interés económico fagocitario que, en este caso, teje una contraposición a la lideresa de la escena con relativa calma (siempre fiel al poderoso). Se usan términos territoriales como un método de chantaje para aquellos que se quieren abrir camino, remarcando que los abusones existen también en los círculos pequeños y amistosos.
Me interesa sobre todo su mirada hacia lo que ha derivado en muchas ocasiones la cooperativa. Del ideal colaborativo a la realidad hay un gran trecho, y el director sabe resumir en el conflicto la falta de camaradería escondida tras el “alguien lo arreglará algún día” y el “así ya estamos bien”. Inga no se acomoda, y tras el duro golpe que recibe de la noche al día, levanta la cabeza para ser realmente consciente de lo que le rodea. Es curiosa la herramienta empleada, un pequeño discurso con tintes de protesta publicado en Facebook, esa soflama que se atribuye a una edad determinada y que, curiosamente, sabe buscar las cosquillas de aquellos que realmente están afectados, como un guiño a ese nuevo siglo que se está alimentando de obsoletas costumbres y que descubre que nuevas vías piden a gritos entrometerse.
Podría parecer que Oro blanco se estanca en un relato y un desarrollo clásico, pero es lo que determina su veracidad, esa que Inga muestra en pequeñas dosis, como la timidez con que le acompaña la música, que va desatando su energía al tiempo que la furia va desprendiendo esa mala leche estancada en la ignorancia de una mujer que, a su manera, sabe encontrar su voz y su lugar. Algo menos que amable, algo más que costumbrista, en Oro blanco vamos a ver el reflejo del ahora, ya no solo para la figura femenina, en la inacabable Islandia de los pastos agrarios.