Oreina – Ciervo (Koldo Almandoz)

Si se pretende capturar la esencia de la vida de una región se deben retratar a sus gentes, en todas sus posibles aproximaciones de la cotidianidad y de su existencia conectada a la tierra, amigos, familiares, costumbres y raíces. Koldo Almandoz es muy consciente de ello al escoger los tres protagonistas de Oreina, fragmentando las distintas realidades de los habitantes de una zona de la periferia entre lo urbano y lo rural, cuyo día a día está definido por el tránsito constante de individuos y por el apabullante paisaje natural de sus marismas. En esta fragmentación y a partir de una observación casi documental durante gran parte de su metraje, el film desvela los hábitos y las rutinas de tres personas y sus perspectivas distintas a la convivencia con los demás y a la formación de vínculos con el lugar que sirve de escenario a sus propósitos, arrepentimientos, conflictos sin resolver y el peso del legado, cuyo significado es muy diferente para cada uno de ellos.

Las raíces de Khalil se encuentran muy lejos de este espacio inhóspito en gran medida. Sin embargo lo que vemos en él es el esfuerzo incesante por integrarse en la comunidad mientras sobrevive como puede con sus apaños para conseguir dinero, encontrar intimidad en la chica que le gusta o tener que enfrentarse a los abusos de los intolerantes. Su relato personal es una historia de esfuerzo por la integración. Martín, un oriundo de la región que escapó para vivir su vida en sus términos y progresar, forzado a regresar por las circunstancias. Las posibilidades para él de realizarse estaban únicamente en deshacerse del peso y las limitaciones de sus orígenes. Ahora debe convivir con el dolor del pasado y una relación rota con su hermano José Ramón, un cazador furtivo que no se ha movido del lugar —aceptando su identidad, pero en conflicto permanente con una sociedad cambiante a la que no es capaz nunca de adaptarse del todo—. La herencia cultural, familiar y su significado personal son proyectados a través de este tejido narrativo para construir la dimensión social a la que la película aspira sin perder el aspecto humano y concreto de su planteamiento naturalista.

Es en la interacción entre sus personajes en la que encontramos el fundamento de esas orillas del río, bosques, aldeas y sitios de paso de viajeros en las carreteras. Pero es también a partir de esa desierta zona, de sus tradiciones ya casi olvidadas —de la memoria de sus habitantes, sus momentos de felicidad y tristeza vividas en casas y huertos colindantes— que perviven entre los que allí resisten, donde podemos comenzar a entender y a explicar el carácter de los nativos de este área que representa una manera de vivir en pleno proceso de desaparición y de transformación en otra cosa, en algo imposible de pronosticar por lo extremadamente mutable que resulta ante los cambios que depara el futuro, ante los desafíos que ofrece el presente. Las imágenes de Almandoz conectan esa Euskadi moderna y cosmopolita de sus grandes ciudades y cinturones industriales con otra realidad que existe en los márgenes, en plena crisis de identidad. Una identidad que se enriquece con la aportación de elementos de culturas ajenas, mientras se pierde en el tiempo con la despoblación, el envejecimiento y la fuga de emigrantes a otras zonas y países con mejores oportunidades. Es así cómo Oreina configura una apacible y casi nostálgica mirada desde la autenticidad de sus localizaciones y la verdad que contienen sus imágenes a modo de ventana a la propia realidad. Una realidad en continua metamorfosis a pesar de su aparente invariabilidad.

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