Antes de llegar a Planet Hollywood y empezar a crear hitos del cine de acción allá por los 90, Tony Scott daba sus primeros pasos en el mundo del cinematógrafo con One of the Missing, cortometraje que tomaba como punto de partida una idea de Ambrose Bierce, trasladándonos a la Guerra Civil americana donde un soldado en tareas de reconocimiento se verá atrapado entre los escombros por el fortuito impacto de un proyectil en la zona que se encuentra.
Lo primero que podemos constatar en el cortometraje de Scott es un empleo del sonido un tanto particular que se fundamenta básicamente en la captación del ambiente que rodea los preciosos paisajes donde acontece la acción: los silbidos del viento al topar con los matorrales, el canto de los pájaros, el murmullo de las hojas al paso de nuestro protagonista… toda una serie de elementos en los que Scott, quizá arrastrado por su idea y pasión de rodar documentales al inicio de su carrera, aprovecha para fundirse con un entorno que durante sus primeros compases se muestra como un personaje más de One of the Missing. Es el transcurso de los minutos aquello que nos hace abandonar la idea de que el único objetivo de Scott fuese cimentar un discurso de cariz más naturalista, en especial con la aparición de un peculiar onirismo en el que el cineasta británico retrata la trastornada mente de un protagonista al borde de las consecuencias, acompañado por una inquietante pieza que marca los confines entre realidad e ilusión.
Fotografiada por el propio Scott en blanco y negro y formato 4:3 —lo cual es toda una declaración de intenciones—, el expresivo empleo de la imagen (desde desazonadores planos generales hasta detalles que suscriben con desgarro la situación) y el uso de un montaje donde empieza a mostrar algunas de sus constantes a lo largo de su carrera (pese, no obstante, al efectismo de algún que otro recurso), relatan a la perfección un periplo en el que, especialmente, esta última faceta se eleva como uno de los pilares fundamentales de la obra, llegando a alcanzar cotas en las que los mini-clímax parecen sustentados tanto por la vivacidad de unas imágenes ásperas (más por la composición del plano que por la propia nitidez de una gran fotografía), como por la habilidad en un corte que parece anexionarse perfectamente al angosto viaje de un personaje cuyos últimos coletazos se sostienen entre gritos del más puro desgarro.
La interpretación de Stephen Edwards acompaña sin desestabilizar el conjunto de esta suerte de paradoja sobre la vida y la muerte donde la circunstancial aparición de Ridley Scott quizá advertía la presencia de algo más para él que un hermano. Por suerte, la independencia que Tony Scott parecía clamar con el nombre de la productora fundada junto a su hermano (Free Scott), estuvo tan presente en unos últimos trabajos cada vez más personales, como en un debut en corto donde el pequeño de los Scott ya empezaba a mostrar que él era algo distinto: un particular autor con las ideas muy claras.
Larga vida a la nueva carne.