‹Zabolo›. Con ese apelativo es recibido Koffi, protagonista de esta Omen (de título Augure para su estreno en tierras belgas, uno de los países que forman parte de esta co-producción), por su tío en el que supone el regreso a su “hogar”, Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo a la que viajará para ofrecer la dote a sus progenitores antes de ser padre junto a Alice, su pareja —también belga—, y así limar asperezas tras 18 años de ausencia.
Es precisamente ese retorno a la tierra propia lo que suscitará una reacción en Koffi en su intento por causar una impresión favorable, hecho que le llevará a cortarse el pelo y a sostener una conversación con Alice desde la que dilucidar su postura y motivaciones.
Así, aquello que bien podría ser un viaje —el de ese, en ocasiones (que no siempre), anhelado retorno— repleto de nostalgia y lugares o secuencias a rememorar, pronto deviene en un áspero mosaico ante la no-bienvenida recibida por el protagonista y su compañera, quienes lo único que encontrarán será una llamada a modo de coartada por parte de Tshala, la encargada de ir recogerlos a ambos al aeropuerto.
Sin embargo, Baloji no recoge, más que en contados momentos, esa aspereza en el tono de su relato, pues el cineasta (hasta ahora rapero y actor ocasional) incide en construcciones donde persiste una comicidad latente —esos comentarios sobre el pelo del protagonista— albergando un revestimiento dramático que surge en ocasiones muy concretas e incluso sosteniendo alguna (muy) ligera fuga donde el fantástico acompaña ese misticismo e imaginería tan recurrentes del cine del país africano.
Y es que si bien Omen se erige como un film que se acerca a la autoría de mirada más europeísta —especialmente en la forma de implementar su discurso, o en sus derivas tonales—, también posee la capacidad de hacer concurrir la pulsión de un cine, el africano, del que se sustrae su aptitud en la composición de estampas únicas, las veces preñadas de una extrañeza excepcional, así como el desequilibrio narrativo, en no pocas ocasiones presa de la inocencia de ese lenguaje, o de la pureza del mismo, incorporados en el film que nos ocupa desde una premeditación evidente que, sin embargo, no socava las intenciones del realizador ni limita sus posibilidades.
Baloji demuestra, en ese aspecto, ser un cineasta con perspectiva, que más allá de dotar de una impronta propia —si bien aliñada por unos referentes concretos— huye de esa corriente autoral europea (y conformista) donde en ocasiones encontramos más empeño en la distinción formal (como si de un catálogo se tratara) e incluso en rasgos concretos que no son sino el resultado de un reflejo acrítico y machacón. No es que el congoleño se aleje de esas constantes de forma definitiva —ahí está, a ratos, la exteriorización de un discurso ciertamente sugestivo o el modo de dotar corporeidad a esas imágenes mediante atmósferas/escenarios tan evocadores en ocasiones como conocidos en otras—, pero parece conocer cómo dirimir a través de los distintos episodios del film una serie de materias de lo más interesantes —como ese choque entre tradición y modernidad, visto en Omen como la imposibilidad de huir de ciertos estigmas existentes en la sociedad africana—.
Omen se alza así como una obra cuya libertad estriba en una lectura diáfana tanto desde su vertiente reflexiva como en esas fugas genéricas que incluso derivan en un último acto más colindante al drama sin necesidad de impeler una gravedad que podría explicitarse con facilidad, pero que el cineasta, en un último e inteligente gesto desde el que reforzar su discurso, convierte en anhelo, en esperanza de aquello que quizá se esperará incesantemente, sin saber si llegará el día en que lo cultural ya no represente una marca y, por ende, cada gesto (o incluso accidente) deje de cobrar una relevancia que se asienta más allá de lo meramente coyuntural.
Larga vida a la nueva carne.