El paraíso que se acaba
La especial propuesta documental que hoy recordamos de Omar Al Addul Razzak, al hilo del estreno el pasado viernes de su nueva película en el terreno de la ficción, Matar cangrejos (2022), arranca con un plano fijo desde el interior de una sala de cine hacia el exterior, con la calle como telón de fondo, que marca la línea fronteriza de este espacio especial. Desde detrás de las puertas acristaladas, vemos como un hombre cierra y vuelve hacia el interior de un edifico vetusto, obsoleto, que se quedó anclado en los lejanos años 70 y apenas ha sido actualizado. Cuando se apagan las luces, termina una jornada más.
Nuestro escenario podría ser una sala de cine cualquiera, ciertamente anticuada. Pero en cuanto veamos a Rafael colocar las desfasadas letras intercambiables en el panel anunciador, Ejecutivas agresivas y prostitución, ya no nos cabe duda. Estamos ante una Sala X. En el año 2013 el Duque de Alba era el único cine pornográfico que quedaba en Madrid. Y su proyeccionista lo cuida y acicala con el mejor esmero, con sus carteles pintados a mano —origen creativo del interés del cineasta, que conoció la historia por una noticia de prensa—, sus coloridas plantas y flores en la terraza exterior, y sus paredes primorosamente arregladas. En la era del consumo masivo en Internet, el cine se mantiene con una clientela fija de la mas variada condición, es cierto que mayoritariamente mayor, que como comenta el cineasta con sorpresa, suma cada día entre 250 y 300 almas.
Este lugar cerrado, oculto, apartado a las miradas indiscretas, que Razzak ya había calificado con su cámara desde el arranque, es más bien un refugio, un paraíso casi perdido de tonos grisáceos. Pese a la inevitable sordidez inherente, durante el relato de unos días en la vida del quijotesco Rafael, de su fiel escudera, la taquillera Luisa, y de la variopinta concurrencia, Razzak opta para continuar por el contraste con la colorista belleza de una floristería a la que ese hombre ilusionado acude a comprar —lo veremos en unos cuantos escenarios más, ordinarios y corrientes—. De vuelta Rafael le explica a Luisa sus planes decorativos, con el interés auténtico de quien se esfuerza. Y entre pase y pase, conversan animadamente sobre Los puentes de Madison, y el crecimiento artístico de Clint Eastwood como actor y director, antes siempre en esos papeles duros del «matón Harry el sucio», o sobre Mejor, imposible y las manías con las baldosas del personaje interpretado por Jack Nicholson.
Pero pronto sabremos cual es la gran preocupación de Rafael, Luisa se va a jubilar después de treinta años de trabajo compartido. El tiempo pasa. Y ellos lo disfrutan charlando sobre westerns, mientras vemos un cartel de una película de Frank Capra. Unos parroquianos comentan sobre sus gustos en los perfumes, otro acude para pedir carteles y piropea a la taquillera, Rafael pone en marcha su última idea, colocar un maniquí masculino perfectamente ataviado en la entrada, e incluso anda por allí un habitual, que ante un comentario del anfitrión sobre las salas de arte y ensayo, y su pasión por El acorazado Potemkin, menciona Ciudadano Kane o El gran dictador —me hizo llorar—, que estaba prohibida, como La dolce vita. También asegura que le encantó Tomates verdes fritos, o aquella película de Kubrick, La naranja mecánica. Algún señor casi anciano incluso comparte confidencias con Luisa sobre sus amores frustrados de la residencia.
El tiempo sigue pasando. Y Razzak continúa jugando con los escenarios de dentro y de fuera, con las vidas paralelas y las identidades que se bifurcan al traspasar la puerta del Duque de Alba. Rafael acude al típico comercio chino a la búsqueda del “detallito” que regala cada Navidad a los clientes, mientras en el espacio cerrado de esas pocas paredes, siempre fuera de las salas —preservando la intimidad pactada por el director para poder filmar— durante las proyecciones resuenan los gemidos de todos esos falsos placeres mercantilzados.
Pero se acerca el punto de inflexión. En la calle, afuera, esperando en la parada de autobús, Rafael se expresa: «Luisa, ya va quedando poco», en un ejercicio de intensa contención de la pesadumbre. A la mañana siguiente se volverá a colocar el cartel del próximo evento, Cochinadas en pareja, con el ilustrativo subtítulo «El sexo aligera las tensiones y el amor las provoca», la prosaica consigna de todo el que por allí deambula.
Y de pronto llega el clímax, cuando una tarde uno de los clientes se arranca por bulerías, y canta Tengo miedo a perderte. Aquí sí, por fin, una expresiva manifestación de aquellas tímidas palabras del entregado encargado de cine pornográfico ante la marcha de su compañera. Y también la nostalgia ya incontenible, en ese brindis de despedida, en la sala de proyección, perfectamente recortada en el plano, y filmada desde fuera, con un póster en la pared de Todo sobre mi madre. Y en la oscuridad final, Rafael echa el cierre, que a ahora sí es metafóricamente definitivo —y yo no he podido evitar el recuerdo de la verja de la sala de cine en el sueño recurrente del niño Truffaut/Ferrand de La noche americana—. Y en el autobús, los dos últimos besos en aparente asepsia formal que nos duelen.
Al día siguiente, mientras Rafael espera pensativo en el friso de la puerta a los clientes, y una nueva taquillera ocupa el puesto de Luisa, la única concesión. Podremos contemplar a toda pantalla los registros audiovisuales que allí se proyectan cada día, que no son en absoluto las películas que tanto les gustaba comentar. Y la tristeza está mirando por la ventana. Entonces el fundido a rojo con un potente “Paradiso” en letras blancas, se acompaña de la canción homónima en la voz de Connie Francis.
En definitiva, el joven director canario nos entregó un hermoso documental ficcionado, que se sublima en la poesía de la cotidianidad, asomándose a un contexto particularmente decadente, que está llegando a su fin. Como la vieja caldera de carbón que ya no admite reparación, o como los barcos tradicionales que no pueden competir con los artilugios tecnológicos de la industria pesquera a gran escala de su siguiente propuesta, la igualmente estimable, de connotaciones bíblicas, La tempestad calmada (2016). Y termina por conmovernos.
Antes de terminar, un par de curiosidades. Finalmente el Duque de Alba cerró en 2015, y desde 2017 su espacio está ocupado por el centro cultural Equis —un poco más de nostalgia—. Y un cosa más, el título del film se lo inspiró a Razzak el incansable Rafael, que tenía la ilusión de proyectar un día Cinema Paradiso. Nunca ocurrió.
«El Cine es más hermoso que la vida.»