En los últimos días (o puede que sean ya semanas) me encuentro hundida en un farragoso bucle donde escribo sobre todo aquel que se acerque a Cannes. Entre las excesivas noticias que genera este festival, me encontré repitiendo que Olivier Assayas está casado con Mia Hansen-Løve, una relación consumada (en papel) en 2009, pero que comenzó (profesionalmente) en el ’98 con Finales de agosto, principios de septiembre. Por aquel entonces su gran musa era Maggie Cheung (su heroína para la película Irma Verp). Bien, intentar crear una imagen romántica de Assayas es un absurdo, pero la idea que ha propuesto Mia con su próximo proyecto, Bergman Island, donde ambos como pareja, pero por encima de ello como cineastas, crean a la par sin formar parte del proyecto del otro resulta muy interesante ahora que llega una de las películas de él a cines. Esto me inspira fantasiosas versiones de este hombre que hoy ocupa mi tiempo —en serio, me refería a Assayas, no al dueño de la web—.
He retrocedido mucho, antes de Mia Hansen-Løve, después de Maggie Cheung, para darme cuenta de lo poco que conozco a Olivier. Hasta ahora estaba sumergida en sus últimas películas, esas que solo el paso de los años y la reflexión les dan forma. Por ejemplo han sido esos años de reposo los que han permitido difuminar lo que yo creí lapsos muertos en Viaje a Sils Maria. Ahora quedan la madurez y una borrosa identidad que comprometía a sus actrices (más a Binoche) y al propio director. A él particularmente al describirse, sin su presencia, la mirada atrás a una larga carrera. Aportaba además la irreverencia juvenil con la que ya no cuenta físicamente, pero que no consigue olvidar.
Personal Shopper he debido digerirla con más velocidad, pero la tristeza que desprende Kristen Stewart cuando está cerca de Assayas —han conseguido colaborar en dos ocasiones consecutivas, algo insólito— es en cierto modo reconfortante. De nuevo una mujer, su identidad y —materializados esta vez— sus fantasmas, crean un suspense conocido por el autor, basto y denso, muy íntimo y, cómo no, reflexivo. No todo puede asimilarse a simple vista, a veces es el recuerdo o las propias experiencias vividas las que dan entidad al film, al autor. Vale, una frase aplicable a una gran cantidad de films y realizadores, pero que debía dejar escapar.
Pecando más de imprudencia que de inocencia, me había creado una imagen del cineasta galo que seguramente poco tenga que ver con él, más allá de haber alcanzado una experiencia (y puede que sean ya demasiados esos puntos álgidos en su carrera) que le hace fijarse en aspectos reposados del personaje femenino. El que siempre prefiere.
Pero, como decía, en una franja personal post-Cheung y pre-Løve, me he topado con Demonlover (2002) y me ha desquiciado, rompiendo toda esa débil imagen construida de la nada.
Es mucho más sencillo: me ha dejado muy loca.
Resultan siempre valientes e imprecisos los papeles de mujeres escritos por hombres. Un reflejo de algo que no pueden sentir. Assayas parece más interesado en el perfil de Emma Bovary que en el de Julieta Capuleto: anteponer la histeria o la fuerza a la candidez impostada. Desnortar a la protagonista (siempre hay un «Ella» en su cine, como decía) y prologar a partir de ella al resto de personajes como si de una sombra se trataran es su misión, que parece apoyar siempre de un suspense con ciertas predilecciones sociales y artísticas. Tenemos una base. En Demonlover es Connie Nielsen como Diane (y a partir de ella Chloë Sevigny con un inclasificable rol) quien acoge el riesgo de un film más activo, vivo y peligroso, sin olvidarse del resto de parámetros citados y los reflejos —literales— que dan forma a la imagen que transita por la mente del director.
Dicen que la versión de Demonlover proyectada en Cannes era más explícita, prolongando esas escenas de atrezzo y dolor que se esconden tras la trama inicial. Porque Assayas miente y desafía todo el tiempo, o al menos lo hacen sus personajes a través de él, evolucionando en cada momento su trama, dirigiéndola con giros bruscos —no en forma, en contenido—. Provocadores, con el sentido más básico y peyorativo de la palabra.
Demonlover nos introduce en un mundo de grandes finanzas, uno frío, calculador y desde un primer momento inestable, pese a la apariencia segura y dominante aquellos que participan del negocio. Para recalibrar el tono, el director se explaya en la absorción de empresas que centra la trama. Animación pornográfica japonesa. El espionaje industrial y la erótica dilatada nos acercan y alejan de la helada presencia de Diane (su ropa, peinado, mirada, los colores e iluminación que acompañan sus pasos) y sus avances por un juego que ninguno seremos capaces de dominar.
Es el constante cambio de carácter, que ligeramente interfiere en el transcurso de la proyección, lo que genera una intranquilidad que se impacienta ante la necesidad de un punto final. Es solo una percepción ante la constante saturación de estímulos, encontrando infinidad de caras para cada uno de los personajes. Diane es el tiburón y el peón, hasta considerarla esclava de la circunstancia.
Entre tanto frío, crudo y oscuro, con neones en Japón, con ordenadores llenos de datos en Europa, Assayas es capaz de centrarnos en el detalle, la levedad humana que cualquiera se permite enfocado en el segundo tramo del film, y nos aproxima, muy cerca, con ligeros movimientos de cámara, a la intimidad de un beso, a la seducción previa que nos arrojará con mayor fuerza a la realidad que desde un inicio estaba generando. También es capaz de trasladarnos, de nuevo muy cerca, desde una infiltración común de espía a una lucha cuerpo a cuerpo, donde el voltaje construido entre Connie Nielsen y Gina Gershon es mayor que el que se derramaba en la pelea de la segunda en Showgirls.
Porque la violencia física, la que se utiliza como escudo en los grandes negocios se convierte en otro tipo de violencia física, la que deja marcas tanto en la piel como en la mente, un perturbado avance al lado oscuro de la comunicación y las pulsiones (sexuales, claro).
Apenas pierde unos minutos en generar la crítica social, cuando ya ha ido tan lejos que, solo por la deferencia de dejar esa impronta, nos indica que todo es consumido, procesado y olvidado; personas que crean productos; personas que se transforman en productos; dinero que busca dinero, por encima de las personas.
Assayas confirma con Demonlover ser capaz de saltarse cualquier cuestión ética para aproximarse (muy libremente) al concepto de cine negro, sin perder oportunidad de ensalzar un complejo papel femenino y dominando (sí, la palabra perfecta) un enarbolado concepto de sexualidad no solícita, siempre impositiva, completamente opaca, en un entorno conceptualmente materialista. No queriendo dejar cabos sueltos, se adereza con un envoltorio musical cuya responsabilidad decae en Sonic Youth, y un Hellfire Club donde Wonder Woman, Mrs. Peel o la misma Irma Verp cumplen tus deseos más eléctricos como un más que fantasioso guiño argumental. Lo tiene todo.
Pero Assayas es más que esto. Él también es mi equivocadamente idealizado Assayas, es un autor que pocos tacharían de las grandes listas y solo espero que existan muchas más opciones de este mismo hombre a través de su cine, siendo alguien que siempre ha colado en Cannes lo que ha querido, como un mimado «auteur» que ellos tienen por incontestable.
Todo muy francés. Todo muy comercio de carne humana.