En el cine del parisino Oliver Laxe, pueden verse dos “momentos” diferenciados: el paso por España y concretamente por Galicia, donde su obra toma un carácter contemplativo y austero, rico tanto en fondo como en forma; y su paso por el continente africano donde tiene lugar su pareja de películas filmadas en Marruecos, que, siendo muy distintas entre sí, caen en errores similares de fondo —a la par que de forma, si tenemos en cuenta que, al ser esta de capital importancia, se ve irremediablemente afectada por los fallos en el entendimiento y desarrollo de sus propios conceptos— y el resultado es entre decepcionante e irrisorio. En uno de sus primeros trabajos, que es el cortometraje París #1, que trataremos hoy, Laxe se adentra por segunda vez —la primera sería Grrr! N º7: … y las chimeneas decidieron escapar (2006)— en el material tomado como documento de lo cotidiano. Acercándose a las gentes y su tierra para comenzar una búsqueda que supondrá un inicio y una (posterior) ruptura en su cine.
Oliver Laxe explora, filma y monta. En este cortometraje, él es tan sólo un visitante. Un transeúnte que viene a mostrar pequeños retazos de la vida, sin tapujos. Él y unos cuantos se dedican a capturar pequeños momentos de tiempo. De realidad.
No sé si será cosa de la providencia, pero cuándo este joven hace películas en Galicia, consigue dar un ejemplo de buen e interesante cine. Tanto aquí como en O que arde (2019) se explora la Galicia rural con una serie de motivos no tan distintos, entre los cuales podrían tenderse uno o dos puentes. La ganadería, la relación entre la Naturaleza y el Hombre, la muerte… Son varios los temas que aquí se esbozan y que verán una evolución años después. El devenir de este modesto documental me hace pensar también en las diferentes propuestas de su creador en Todos vós sodes capitáns (2010) y Mimosas (2016), con las que no acabo de conectar por varias razones, vagamente expuestas al principio. Aunque más allá de eso está París #1.
Podría enumerar sus defectos, pero prefiero quedarme con sus pequeñas pero hermosas virtudes. Pues este corto es al mismo tiempo el boceto de un niño —en el sentido más positivo— y la maqueta de un joven con sus preocupaciones menos infantiles. Varias escenas, como la del ciervo abatido, las manos arrugadas sobre la mesa jugando con las nueces y sobre todo la del caracol reptando por una hoja, derrochan un sabor primitivo y arcaico en términos de imagen —en términos de cine son incluso novedosas (al igual que las de los primeros documentales de Sergei Loznitsa) teniendo en cuenta lo que se puede ver hoy día en las multisalas—. Sobre todo la del caracol, el cual se debate en su camino con un obstáculo difícil por su envergadura, y Laxe lo filma en su plano más largo, sin ceder a ningún canon preestablecido, con paciencia y creando por azar una tensión tan imprevista como genial —como hace Robert Todd en su Life in the Shadows (2018)— Todos esos momentos devienen más sensibles, si cabe, haciendo de la imagen un sutil velo, desenfocando el cuadro una y otra vez —no sé si a conciencia o por desconocimiento del aparato, aunque me inclino a creer lo segundo—.
Finalizo pues esta breve intervención sobre una de las películas de Laxe que más se asemejan a un cine documental o incluso experimental. Desde el hueco en la piedra —asimilado por el ojo como horizontal, siendo vertical—, hasta el angosto hueco bajo la roca por el que pasan las gentes del pueblo —asimilado como vertical, siendo horizontal— podemos concluir que hay un cierto talento en el cineasta, pero también que dicho talento necesita pulirse.