El director sudafricano Oliver Hermanus ha dedicado la mayor parte de su carrera cinematográfica a escarbar en las desigualdades estructurales de su país, tanto de índole económico como sociocultural; en particular de la pesada herencia colonial y las dinámicas homófobas y racistas resultantes. En su primer largometraje, Shirley Adams, ya metía el dedo en la llaga de la pobreza y la marginalidad a través de una madre que debe cuidar a su hijo herido tras un tiroteo. Pero es en su segunda película cuando aparece el Hermanus más incómodo y radical de su carrera, y viendo su filmografía en conjunto, esto no es hablar por hablar.
Beauty, también conocida internacionalmente con el término equivalente en afrikaans Skoonheid, sigue el punto de vista de François, un hombre blanco en su cuarentena que disfruta de una vida cómoda y apacible con su esposa. A través de su estatus familiar y de sus amistades, François se expresa como un tipo sumamente recalcitrante, un racista y homófobo convencido. Pero poco tardamos en saber que disfruta de toda una doble vida, organizando encuentros sexuales con otros hombres blancos. Este complicado equilibro de disonancias en su vida se va al traste cuando, durante la boda de su hija, conoce y se queda prendado de un joven llamado Christian.
Hermanus inicia la cinta con una sentida e idealizada secuencia en la que François se enamora de Christian, y eso será irónicamente el único momento de la película que vamos a encontrar en el que el título se ajusta a lo que vamos a ver. Lo que sigue es un relato de persecución silenciosa, de acoso y violencia grotesca por parte del protagonista, quien se dedicará a observar a Christian de lejos como un depredador que acecha a su presa, dispuesto a asestarle un golpe y consumirlo. Porque François no es una buena persona en lo absoluto, es un resentido y reprimido social que carece de empatía y que cometerá un acto atroz de violencia sexual tarde o temprano. Y, recordemos, la obra está narrada enteramente desde su perspectiva.
Al narrar una historia desde un punto de vista subjetivo, el espectador dispuesto a adentrarse en la propuesta asume durante ese rato la postura de un personaje, viviendo y sintiendo los sucesos de la trama como si estuvieran metidos en su piel. Y eso es la necesidad que surge naturalmente también aquí, buscamos asirnos al personaje y a su espiral destructiva cuando se nos presenta todo desde su filtro. Pero Beauty no es que no sea un plato de buen gusto en lo absoluto, es que es un desafío continuo y deliberado al espectador. Es una película salvaje. Pero no salvaje por su crudeza y violencia extrema, que también lo llega a ser en un punto; sino en el sentido de inhóspita, de inescrutable, difícil de dominar emocionalmente hablando. Ha sido una crítica común a esta cinta que François sea muy hierático, que apenas deja salir emociones, y que su perspectiva sea lenta, silenciosa, que no pase nada en definitiva durante gran parte de la obra. Pero lo que hace la cinta con este personaje, y hay que dar muchísimo mérito a una interpretación realmente muy compleja de Deon Lotz en ello, es negarle al público de manera deliberada un lugar al que asirse. Queremos entender a François y empatizar con él, no porque sea una buena persona sino porque es la persona a través de la cual vemos las cosas; pero su moral es tan repulsiva, tan alienada de nuestras emociones, que sólo puede crear exasperación e incomodidad. Podemos pensar en lo peor, pero cuando ocurre no lo esperamos y lo que le sucede es de una frialdad y una inconsecuencia que choca frontalmente con la reacción horrorizada que genera.
Una experiencia sin duda muy estomagante y obtusa, pero Beauty es más que eso. Es, de nuevo, una radiografía implacable de la realidad política, sociocultural y económica de su país. El protagonista es un hombre rico, blanco, que reproduce los discursos de odio que estigmatizaron brutalmente a la población sudafricana desde su burbuja elitista. Al mismo tiempo, anhela en secreto formar parte de ese espacio progresivamente renovado, en el que las personas LGBTI van encontrando una mayor libertad para expresarse, y en el que la esfera de dominación colonial a la que pertenece François, la que concentra la riqueza y los privilegios, se va haciendo progresivamente más estrecha. Esto último en particular lo trata Hermanus también a través de la gradual compartimentación de la identidad afrikáner, vestigio cultural de la dominación holandesa, y del afrikaans, símbolo de los privilegios coloniales, como lengua vehicular. Podría parecer exagerado dada la crueldad y el horror que alberga en su metraje, pero muy en el fondo es probablemente, de las obras que ha dedicado el director a explorar las miserias de su país, la más optimista de todas ellas; porque al contrario que las otras, muestra el proceso transformativo y la progresiva desaparición las dinámicas de discriminación históricas como algo inevitable, y a François como un monstruo patético, un personaje gris y reprimido incapaz de aceptar o de sumarse a estos vientos de cambio, en la sociedad que habita y en sí mismo.