La culpa eludida
En sus tres películas anteriores, Paul Schrader se había adentrado en los contornos de la culpa proyectando hacia fuera el vacío que definía las vidas de sus protagonistas; rimando los colores apagados, asépticos y estériles de sus emociones con los de las paredes de las habitaciones en las que se encerraban por voluntad propia, por pura desesperación; convirtiendo la pantalla en un desolado e insoslayable retablo de la angustia y la soledad. Schrader, en fin, había contenido todos los recuerdos y pensamientos que masticaban sus personajes dentro de su silencio y de los gestos hieráticos de sus actores. El obsesivo seguimiento que el director hacía de la pautada rutina de sus protagonistas coagulaba en un retrato de la tierra quemada que era para ellos el presente, de la nada que lo ocupaba todo y que absorbía cada elemento de su realidad cotidiana. El sacerdote de El reverendo, el torturador del El contador de cartas y el neonazi de El maestro jardinero cargaban con un sentimiento de culpa inasumible debido a las atrocidades que habían realizado en el pasado y, por ello, decidían poner su vida en pausa, despersonalizarse y enclaustrar su existencia dentro de una rutina rígida como el metal oxidado. A través de este proceso no pretendían, sin embargo, olvidar el dolor que habían causado ni buscar un claro de iluminada paz sobre el que descansar: la escritura en su diario de las emociones que les producía su monástico movimiento estático les servía para recordar en todo momento el sufrimiento que causaron y para, así, no olvidar el que la culpa les producía a ellos. El olvido, en las anteriores cintas de Schrader, no era una opción.
Todo lo contrario sucede en Oh, Canada, su nuevo largometraje. Aquí se produce un desplazamiento de los preceptos estéticos —largos planos generales, decorados desnudos, interpretaciones contenidas, repeticiones de los mismos motivos narrativos, ausencia de música— que el director había utilizado para construir su trilogía de la aflicción, en favor de un regreso a las formas barrocas, elípticas y heterogéneas de Mishima: una vida en cuatro capítulos, que viene acompañado de la exploración de un nuevo camino dentro del denso bosque que la culpa representa dentro de la totalidad de su obra. A la culpa ya no se la mira a los ojos, ya no se cimenta sobre ella el plúmbeo esquema que marcará el futuro; la culpa no es aquí un monstruo sin cuerpo que todo lo atrae, que todo lo ensucia: no. La culpa es un ‹boomerang› que lleva persiguiendo al protagonista durante toda su vida, y que sólo ahora, cuando la enfermedad ha destrozado su cuerpo y parte de su mente, ha conseguido alcanzarlo. La culpa es una bestia salvaje que ha agarrado al documentalista interpretado por Richard Gere de la pierna y está dispuesto a devorarlo. La culpa no permanece contenida dentro de los límites de una puesta en escena metódica, sino que se desborda por la pantalla, ahogando, en el proceso, a los personajes, la lógica lineal del argumento y el más mínimo atisbo de tensión dramática que las imágenes puedan llegar a albergar.
Las escenas de Oh, Canada no funcionan de forma aislada, sino dentro del conjunto, del trabajado vórtice de planos dislocados que Schrader dispone alrededor de un centro siempre eludido: sólo en su contraste con el presente se puede llegar a entender su verdadero significado, el dolor que, a la larga, han terminado causándole al personaje de Gere cada una de las situaciones narradas. La subjetivación de la experiencia de la confesión convierte la cinta en un laberinto de la memoria en el que los recuerdos están siempre cubiertos por el velo de la incertidumbre: no se tiene la total certeza de que lo que se está viendo sea lo que realmente sucedió en el pasado, pero tampoco importa. Importa la carga que dichos recuerdos suponen para el protagonista: una infidelidad, una mentira o un beso a escondidas son los pequeños escollos que, por acumulación, han terminado construyendo su vida. La no asunción de la culpa, el intento por borrar un pasado incómodo, es aquí una tarea destinada al fracaso que exige un esfuerzo enorme para, al final, no ofrecer satisfacción alguna. De la misma forma, la película exige un gran esfuerzo para enfrentarse a sus poliédricas imágenes y —de forma magistral— no ofrece ninguna catarsis dramática: la descomposición de un esquema narrativo que implosione en un clímax emocional se produce al mismo tiempo que la descomposición de la mente del protagonista, de su propio tiempo. Sin tiempo y casi sin conciencia, la redención no es más que una quimera. Si en las tres anteriores cintas de Schrader, el rechazo del olvido como paliativo temporal de la culpa conducía a un leve instante de redención, aquí la aplicación de un olvido continuado —que no definitivo, ya hemos dicho que eso aquí sería imposible— destruye cualquier posibilidad de encontrar la paz en los instantes previos a la muerte.