Puede que en la base no se atisben demasiadas similitudes entre ambas, pero no resulta especialmente difícil anexionar la primera secuencia de Oculus. El espejo del mal con aquel cortometraje titulado Mamá, germen de lo que más tarde sería el debut en el largo de Andrés Muschietti de la mano de Guillermo del Toro, y es que esa invasión hogareña efectuada por un ente sobrenatural —mientras allí era el espectro de la madre, aquí un viejo espejo sirve como epicentro de una extraña maldición— aborda en la praxis los mismos espacios en ambas obras, unos espacios que a la postre parecen introducirnos de modo velado en la intimidad de un drama soterrado bajo el revestimiento de un terror que sin embargo se escapa al control de lo tangencial y manifiesto, pero en el fondo no deja de reformular otros aspectos del relato que nos llevan al subtexto familiar, ese que verdaderamente interesa al autor.
Porque no nos engañemos, el cine de género no deja de ser una herramienta vehicular para en esencia llegar a las entrañas de la crónica que se desea establecer, algo que en Mamá —hablando ya del largometraje, que daba un mayor espacio a desarrollar la escueta premisa del corto— se evidenciaba en mayor grado, pero que en esta Oculus no deja de ser uno de los ejes sobre los que pivota el segundo largometraje de Mike Flanagan. De este modo, la relación entre dos hermanos, el menor que acaba de salir de una institución psiquiátrica después de haber sido rehabilitado, y la mayor ya con una vida rehecha tras un trauma infantil que terminó con la muerte de sus padres bajo misteriosas circunstancias —aunque todo apuntase a padre e hijo—, se manifestará, más allá de como un modo de terminar con esa supuesta amenaza sobrenatural ejercida por un espejo, como la vía idónea para exteriorizar tanto los sentimientos de él, preservados por una capa de barniz psicológico para la ocasión, como los de ella, recostados en un aura de culpabilidad por el hecho de no haber podido demostrar la carencia de responsabilidad en los actos tanto de su hermano como de su padre cuando aquello sucedió.
Para narrar una historia en la que pasado y presente convergen como si ese espejo maldito ejerciera de conexión entre ambos, Flanagan cimienta su trabajo en un recurso formal que termina transformándose en la clave central de Oculus, y es que el empleo de elipsis que se funden en flashbacks se postula en el film como el vehículo idóneo para guiar ese relato exactamente hacia el punto que el cineasta quiere. Es así como el autor de Absentia lleva las propiedades explicativas e incluso descriptivas del flashback a un terreno donde también ejercen como soporte narrativo para tejer un juego donde dimensiones, espacios y tiempo interpelan para llevar a otro nivel esa trama hilada y así poder en realidad hablarnos de esa relación sostenida a través de una mera excusa (el espejo) de modo que el conflicto presente pueda ser resuelto de una forma u otra.
Por tanto, y aunque en Oculus podamos hallar referencias —como casi cualquier título de género que se precie en la actualidad— debido en parte al nivel de abstracción sufrido por esos padres de familia —especialmente él, con ese guiño en forma de hoja garabateada encima de su escritorio— e incluso en las cada vez más frecuentes apariciones en esa casa por parte de las víctimas que se ha ido cobrando el espejo, Flanagan logra con su segundo largometraje llevar ese carácter sobrenatural a un terreno familiar donde el desenlace —tan cruento como consecuente— terminará por marcar tanto las posibilidades como la direccionalidad del film. No resulta extraño, pues, que el cineasta decida llevar su obra a un ámbito como el del cine de género, donde la consecución de un final como el dispuesto en Oculus no parece tan perverso como lo sería de haber reconstruido la historia de los Russell asentándose en un terreno mucho más dramático. No obstante, esa mínima consideración no despoja a Oculus de su sombría mirada en un título que, pese a haber pasado injustamente desapercibido, tiene mucho más que ofrecer de lo aparente: tanto en terreno formal como discursivo, Flanagan erige una de esas joyas capaces de llevar al espectador más allá de la parcela del visionado y reflexionar sobre un cine que no se detiene ante referentes, tomando entidad propia y descubriendo un talento que, si acierta en la elección de futuros proyectos, nos hará disfrutar.
Larga vida a la nueva carne.