El coreano Lee Chang-dong fue un reconocido novelista en su país antes de convertirse en uno de los directores de cine más combativos a nivel social del cine de Corea del Sur, definido por tratar historias con un alto componente humanista e intensamente trágicas a través del sufrimiento, que estimulan una curiosidad turbadora en la audiencia, con el tema común del vínculo familiar (o la carencia de éste), las enfermedades, la ausencia de un ser querido, y muy especialmente la indiferencia de la sociedad frente a los más desprotegidos. Un autor con escasa repercusión mediática en occidente y con pocas incursiones en el mundo del celuloide (5 películas), que también fue ministro de cultura de su país de 2003 a 2004; puesto que abandonó presuntamente por motivos éticos y por el que será recordado por su oposición a la administración de cuotas que benefician la expansión del cine de Hollywood en su país.
La película nos presenta a Jong-du, un tipo de 28 años que acaba de ser liberado de la cárcel tras cumplir una condena por conducir borracho, matar accidentalmente a un individuo, y darse a la fuga. Incapaz de mantener un trabajo, Jong-du había estado en la cárcel 2 veces más por intento de violación y asalto. Gracias a la intervención de un hermano que lo desprecia profundamente por su falta de madurez, encuentra un trabajo como mensajero de un restaurante de comida rápida. A Jong-du no se le ocurre una idea más descabellada que visitar a la familia del hombre al que presuntamente mató en el accidente para pedir disculpas por su acto. Allí conocerá a Gong-Ju, una paralítica cerebral amante de la música a la cual sus familiares no tienen en gran estima y se encuentra medio abandonada a su suerte (es cuidada por unos vecinos que reciben una paga de la familia de ésta). Jong-du se introduce en su vivienda con un ramo de flores e intenta violarla, aprovechándose de su discapacidad, aunque afortunadamente no llega a buen puerto porque se asusta al ver que la joven se desmaya. Sin embargo, el descerebrado joven quedará tan perplejo como el espectador cuando unos días después recibe un mensaje telefónico de Gong-Ju que le pregunta por qué le trajo el ramo de flores.
Oasis es un duro drama de corte romántico, triste, conmovedor, y de difícil digestión, que nos habla sobre la soledad, el primer amor, la intolerancia y los tabúes de la sociedad coreana (aunque seguramente sea extrapolable a cualquier lugar del mundo). Chang-dong aísla a sus protagonistas y utiliza la transgresora relación sentimental de la pareja para disparar las balas contra la hipocresía de la institución familiar en su actitud con los más desprotegidos. De hecho, los únicos personajes con peso de la trama que se salvan de la quema moral son los de la pareja enamorada, quienes son tratados con un desdén despiadado y sólo son vistos como una carga insoportable por sus familiares (incluso los personajes fuera del marco familiar que tienen menos trascendencia en la trama entran en conflicto de un modo muy desagradable con los insólitos enamorados). El director coreano deja un mensaje claro, que la belleza y el amor son plenamente subjetivos y se pueden hallar en los lugares más recónditos y en múltiples formas. Para ello, no renuncia a utilizar grandes dosis de humor negro por la particularidad de sus protagonistas, aunque la mirada del director coreano hacia ellos es siempre respetuosa, e incluso llena de admiración. Pese a que las primeras acciones del personaje masculino no inspiren demasiada confianza ni empatía, tras la escena fatídica sufre una simbiosis catártica que le abre el corazón y acaba resultando profundamente entrañable.
La escena del segundo encuentro entre ambos, aunque no se llegue a consumar plenamente la violación, es una de las más duras que se han visto en una pantalla de cine, digna del Kim Ki-duk o el Lars Von Trier más retorcidos, pero ayuda a informarnos sobre la mente trastornada del protagonista masculino y se enmienda con el amor incondicional que procesará hacia su «princesa» a partir de esa impresentable situación inicial. La reacción de la chica tras el abuso puede chocar a los más sensibles, pero hay que entender que el amor es una percepción nueva para alguien en su estado, que no había sido tratada nunca como una persona, y recibir un ramo de flores en esas circunstancias debe ser algo especial. La película contiene infinidad de escenas incómodas dignas de esa obra incomprendida que es Los idiotas de Lars Von Trier, pese a que los protagonistas de la cinta del coreano padezcan realmente ese problema en mayor o menor medida, y esa marginación no sea voluntaria como era el caso de los personajes del film danés. También tiene algún punto de conexión con Los amantes del Pont-Neuf de Leos Carax por la presentación del amor disfuncional y por aquello del amor ciego entre 2 seres que se encuentran al margen de la sociedad.
La cinta, pese a no tener claras pretensiones estéticas de ostentación, presenta el acabado formal atractivo de todos los filmes de Chang-dong, gracias a la concisa disposición con la que están ensamblados todos y cada uno de los elementos de la narración: cámara en mano nerviosa cuando hay movimiento, pero con el dominio habitual de su director de la serenidad del plano secuencia, con unos elegantes movimientos de cámara y un buen manejo de los ángulos de ésta, acompañados de una luminosidad elevada, que contrasta con la oscuridad de su planteamiento. El director de Poesía hace gala de un onirismo que lo acerca a un cuento de hadas en el oasis mental que se monta la chica (hay que recordar que los paralíticos cerebrales tienen el mismo coeficiente intelectual que el resto de los mortales pese a que su aspecto parezca indicar lo contrario) donde se encuentra libre de las cortapisas propiciadas por su imperfecto estado físico.
Pese a ser un filme que denuncia tantos aspectos negativos de la sociedad contemporánea, la cinta se sustenta principalmente por 2 actuaciones que quitan el hipo. Es evidente que los personajes con discapacidad suelen ser muy agradecidos para mostrar el histrionismo de un actor, pero la actuación que consigue Moon So-ri (vista recientemente en En otro país de Hong Sang-soo) con las convulsiones y la falta de coordinación comunes en esa devastadora enfermedad, es de las que perduran, comparable a la de Daniel Day-Lewis en Mi pie izquierdo. Hasta que no la vemos en las escenas oníricas donde se desenvuelve como una persona sin discapacidad, deja la sensación en el espectador de padecer realmente esa enfermedad. Sol Kyung-gu no le va a la zaga en un personaje que evidentemente utiliza menos aspavientos; un inadaptado con un leve retraso mental, cuya mente en algunos pasajes parece pertenecer a la infancia y en otros dar la sensación de ser un auténtico marginado social incapaz de desenvolverse dentro de los parámetros de la «normalidad». Un tipo encantadoramente idiota en la mayoría de sus actos: hiperactivo, casi siempre sonriente, sorviéndose los mocos y tocándose constantemente su húmeda y roja nariz; cuya personalidad inicial resume a la perfección la irreverente escena conduciendo una moto en los primeros compases del filme, persiguiendo felizmente a un coche para interrumpir el rodaje de una película, en la que finalmente acaba por los suelos.
Su final abierto, pese a ser ambiguo y dejar un pequeño espacio a la esperanza, se encuentra lejos del «happy-end» habitual de las historias románticas convencionales, dotando de mayor calado y veracidad a este sublime «amour fou» entre unos seres tan desprotegidos socialmente. Un filme imprevisible y reivindicable a todas luces, como la gran mayoría de la escueta filmografía de su director.