El vaivén de un personaje rodeado por esa multitud a la que alude el título copa los primeros minutos de O homem das multidões, donde a través de juegos con el foco Guimarães y Gomes lo mantienen en una soledad autoimpuesta a través de la que elude, como si de un espectro en mitad del torrente de gente se tratase, toda relación. Toda, de hecho, no: su única toma de contacto con la realidad parece Margo, supervisora de la línea de metro donde el protagonista trabaja como conductor, que no únicamente le invitará a su boda, sino además a ser el padrino de la misma.
Esa razón, la de acudir a un compañero de trabajo que sea su padrino, atiende a un motivo, y es que a su modo Margo también es un ser solitario. Mientras ella habita en una pequeña habitación donde da de comer (virtualmente) a los peces a la vez que la pantalla del ordenador supone un espejo de la realidad en la que vive, Juvenal directamente parece surgido de otra dimensión: su espacioso hogar de extraña arquitectura (ese solitario vaso, el conjunto de cables surcando el techo de la casa, un balcón que parece su único contacto con la naturaleza…) manifiesta exactamente un estado de aislamiento que, sin llegar a la alienación, delimita los movimientos de un personaje que ni siquiera sabe como establecer comunicación —esas visitas de Margo que terminan con cada uno sentado a varios metros del otro, su carácter pausado, etc…, determinan la condición de Juvenal—.
Todo ello se advierte en un primer plano del film donde el protagonista queda enfrentado al (desenfocado) gentío: ese escenario no es más que reflejo a modo de constante que perdurará a lo largo de O homem das multidões, trazando así un film en el que la cámara se irgue como una de las herramientas centrales para sumergirnos en el relato de Juvenal, y que entabla a través del encuadre algo parecido a un diálogo con el espectador. Lo que vemos no hace más que ilustrar una existencia solitaria y como la aparición de esa mujer introducirá variaciones casi imperceptibles en un periplo vital que se antoja de lo más austero.
Esas variaciones, no obstante, no surgen como telón de fondo para generar conflicto alguno, y es que los cineastas hacen todo lo posible por preservar un tono que no podría resultar más idoneo. Ante todo, porque esa soledad autoinflingida a la que hacía referencia anteriormente no es expuesta por sus personajes, es retratada por Guimarães y Gomes con un trazo sutil y minimalista que no únicamente envuelve la obra, también hace lo propio los protagonistas, que mantienen una perfecta consonancia con el esqueleto de esa crónica, encontrando en los pequeños detalles desde una forma de expresión hasta un recoveco humorístico (también casi mínimo, como apareciendo tímidamente) del todo adecuado.
O homem das multidões no es, en efecto, una historia nueva, pero ese retrato inmerso en temas como la soledad o la incomunicación encuentra en lo formal (que va más allá de ese peculiar 3×3 en lugar de otros formatos habituales) la vía necesaria para poder establecer una conexión afectiva que se supone tan mínima como el propio devenir de Juvenal, solo alterado por una presencia que terminará resultando casi catártica. Sin quererlo, el primer trabajo compartido entre Cao Guimarães y Marcelo Gomes, termina siendo una de esas pequeñas obras luminosas que sabe componer un marco lejano a toda afectación, algo muy habitual tras propuestas de este cariz, pero que reconducen con entereza culminando un título sensitivo, sugestivo y que halla en la repetición y los pequeños elementos (que terminan resultando enternecedores a su modo) el camino oportuno para hacer de O homem das multidões una de esas joyas ineludibles que cada temporada, casi sin quererlo, nos regala.
Larga vida a la nueva carne.