Cuando en un pequeño supermercado situado en una calle casi deshabitada entran una mujer con claros síntomas de embriaguez y su fornido acompañante, algunos ya creemos adivinar lo que va a suceder a continuación. El temeroso rostro de la dueña del local así parece confirmarlo. Sin embargo, nada sucede en esa escena inicial y pronto se descubre el motivo: la dueña realmente estaba enamorada en secreto del hombre, que regenta un burdel en la localidad donde precisamente trabaja la chica que entró con él al supermercado. ¿Y por qué una mujer madura e independiente como la dueña del supermercado se iba a enamorar de un tipo así? Pues quizá porque, entre otros motivos, en su casa le espera un marido enfermo que apenas guarda palabras de cariño hacia ella, amén de dos hijos que están cruzando la barrera del aburrimiento hacia la desidia. Curiosamente, el marido pronto se hace colega de un hombre que también tiene problemas con su cónyuge e hijo, y que alguna vez se pasa por el burdel de la zona.
¿Por qué toda esta gente parece estar conectada entre sí? Aunque podamos tender a imaginar un universo de historias entrelazadas al estilo de los primeros films de Iñárritu, la respuesta es mucho más sencilla. La trama de Nunca estamos solos (Nikdy nejsme sami) está ambientada en un pequeño pueblo de la República Checa. Y, como sabrá todo aquel que sea de pueblo o tenga lazos familiares allí, en esos sitios es difícil no conocer a alguien del lugar y resulta casi imposible esconder un desliz de carácter público. Por eso, el argumento de la película que firma Petr Václav puede resultar lioso en un principio, pero no se puede discutir que esté plenamente apegado a la realidad que cualquiera puede vislumbrar en esas pequeñas localidades.
La cuestión es que todos los personajes que observamos en Nunca estamos solos parecen ser desdichados. Sea porque ya no pueden seguir llevando las riendas de una familia que no le corresponde, por un amor no correspondido o por el fatigoso aburrimiento, en el film prácticamente no se ve aparecer una sonrisa en cualquiera de los rostros que desfilan por la pantalla. Esa ausencia de felicidad representa la lenta pero palpable agonía de la gente que desearía escapar de su vida pero que, en la práctica, no tiene ninguna posibilidad de llevarlo a cabo. La confusión con la que Václav capta ciertas escenas tiene un doble sentido. Por un lado, el ya mencionado concepto de que en un pueblo todo el mundo se conoce. Por otro, el hecho de que la verdadera existencia no es tan sencilla como algunas veces se nos ha querido pintar: ni la formación o el trabajo son tan accesibles como parece, ni las enfermedades se curan por completo en hospitales, ni uno se enamora de alguien solo por corresponder a esa persona, por citar algunas de las ideas que el director de Praga sitúa a lo largo de su trabajo.
En este sentido, el propio Václav parece querer añadir un punto estilístico para ampliar la dimensión de la obra. El cambio de colorimetría en el film, pasando de la fotografía en blanco y negro a otra con toda la paleta de colores, no es sino un recurso para acentuar la visión que del entorno poseen los protagonistas de Nunca estamos solos. Aunque el mensaje de la película se seguiría comprendiendo sin la ejecución de esa técnica, lo cierto es que no viene del todo mal que Václav decidiese condimentar una cinta no tan sencilla de digerir en su desarrollo por lo fatigoso de las tramas que rodean a sus personajes, por el impacto de ciertas imágenes no muy agradables o, y esto es una pequeña virtud, por representar en el cine lo que muchos se niegan a ver en la vida real.