Peter Carter, un canadiense emigrado a Inglaterra, arriba junto a su mujer Sally y su hija Jean a una bucólica población canadiense, tras haber sido contratado por la escuela de la localidad para ejercer el cargo de director. Contento por haber regresado a su país natal, su principal preocupación consiste en facilitar la adaptación de su mujer e hija al nuevo país que los acogerá. Sin embargo un sórdido suceso perturba la paz familiar cuando la pequeña Sally describe a la familia en una inocente conversación de buenas noches que ha sido obligada a desnudarse junto a su nueva amiga en la casa de un perturbado mental que las ofreció caramelos a cambio de compartir con las niñas estos turbios juegos. Para complicar aún más el asunto, el enajenado acosador es nada menos que el Sr. Olderberry, un anciano y demente oligarca dueño, junto con su maquiavélico hijo, de las principales industrias del lugar y por lo tando poseedor del destino de los temerosos moradores del municipio. Este hecho hace dudar, incluso a la abuela de la niña, de la conveniencia de denunciar ante la policía al abusador, restando importancia a la gravedad del suceso e incluso poniendo en tela de juicio la veracidad de la declaración de la pequeña Jean.
Sin embargo tras la clarividente exposición de los hechos que Jean lleva a cabo, no cabe duda que el funesto acontecimiento tuvo lugar por lo que Peter y Sally deciden denunciar la aberración en la comisaría del pueblo, a pesar de las presiones de familia y amigos. Esto provocará los recelos de los vecinos, los cuales creen que la niña se ha inventado la historia para llamar la atención, y del mismo modo los mecanismos de presión llevados a cabo por el hijo del perturbado, que tratará de chantajear a los Carter para que retiren la denuncia interpuesta contra su padre. Sin embargo los Carter seguirán adelante con su cruzada para encerrar en un sanatorio mental al viejo Olderberry contra viento y marea. Pese a sus esfuerzos, los Carter no obtendrán ayuda ni siquiera de los padres de la niña que fue objeto de las vejaciones junto a Jean, por lo que tras la celebración de un morboso e interesado juicio, el viejo Olderberry logrará salir absuelto del embrollo. Este hecho ofrecerá al monstruo la libertad necesaria para seguir cometiendo sus fechorías gracias a la convivencia interesada de los habitantes del pueblo.
Extraordinaria rareza producida en 1960 por la legendaria productora británica Hammer, nos encontramos ante una auténtica joya del cine incomprensiblemente desconocida. Un film que sorprende por su belleza escénica, fuerza y dinamismo y por el hecho de abordar un tema tan escabroso y tabú para la época como los abusos sexuales y la pedofilia sin medias tintas ni hipocresía, huyendo del puritanismo para afrontar desde una radical honestidad la cuestión, no dejando cabos sueltos ni margen para la censura, a través del empleo de un lenguaje directo, claro y explícito. Pese a esta clarivicencia y tratamiento realista, la cinta es tremendamente elegante, evitando el sensacionalismo barato para apostar por la insinuación poética y la delicadeza a la hora de exponer la pedofilia, a la vez que se atreve a lanzar una afilada crítica en contra de una sociedad insolidaria y egoista capaz de hacer la vista gorda ante un tema tan delicado y vomitivo debido al miedo que tienen los ciudadanos a enfrentarse a los poderosos y dueños del sistema en aras de proteger sus intereses económicos particulares.
La moraleja que encierra esta extraordinaria cinta se magnifica gracias a una precisa puesta en escena, muy cercana al estilo teatral (hay que reseñar que la historia es una adaptación de una obra teatral de Roger Garis titulada The Pony Cart) que se apoya en un ritmo trepidante que hace que la escasa hora y cuarto de duración pase en un suspiro. Pese a que por temática la película se aleja de la línea argumental de la productora, la factura y el acabado del film es puramente Hammer, siendo claramente identificables su estilo fotográfico, el carácter barroco y grotesco que emana del argumento y la vigorosidad de las interpretaciones de los actores, a lo que se une la presencia de varios intérpretes emblemáticos de la productora como Patrick Allen, Gwen Watford, Janina Faye y Felix Aylmer. Podemos comparar esta piedra preciosa de la Hammer con otras cintas de la productora que apostaban por el thriller y el blanco y negro en detrimento del colorista cine de terror que tan famosa hizo a la compañía del martillo, tales como Estos son los condenados, El alucinante mundo de los Ashby o El abismo del miedo, cintas estas dos últimas que fueron dirigidas por el director de fotografía del film que estamos reseñando, el mítico Freddie Francis, director entre otras de uno de los mejores dráculas de Christopher Lee: Drácula vuelve de la tumba.
A los mandos del proyecto, que inicialmente iba a ser dirigido por el americano Joseph Losey, se sitúo un artesano de la Hammer, el siempre eficaz Cyril Frankel, un cineasta curtido en el mundo del documental que años después dirigió otra de las piezas emblemáticas de la compañía british: Las brujas. El resultado alcanzado por Frankel no pudo ser más grandioso, ya que la cinta se beneficia del carácter discreto, realista y humilde de Frankel, el cual hace gala de su enorme talento al tejer una trama enrevesada que toca varios frentes con la precisión y olfato propios de los grandes maestros. Así la cinta recorre con una espléndida desenvoltura los complejos caminos de la crítica social, pasando por el drama judicial y el thriller rural para culminar en el cosmos del cine de terror y fantasía con uno de esos finales que rememoran los tiempos pretéritos del cine de monstruos de la Universal Pictures.
La valentía y la modernidad con la que la película acometió el tema de la pedofilia (de manera muy adelantada a su época) no se vio recompensada por el público, ya que la cinta fue un auténtico fracaso de taquilla. Quizás el público de principios de los sesenta aún no estaba preparado para contemplar sin perniciosos juicios de valor una historia tan morbosa y sucia, lo cual seguramente hizo huir de las salas a las puritanas mentes temerosas de encontrarse con un producto que turbara sus inocentes mentes. Especialmente perturbador resulta la manera de exponer las secuencias de pedofilia: el pedófilo no aparece en pantalla hasta bien avanzado el metraje de la cinta (la primera imagen del mismo se muestra en el juicio), otorgando este hábil truco narrativo un carácter irreal y misterioso al monstruo de la historia, un personaje que actúa como un ente amenazador cuya presencia se adivina sin sentirse físicamente. Del mismo modo la interpretación de Felix Aylmer (el cual borda el personaje de demente pedófilo al concederle una mirada infantil y desencantada escalofriantemente ausente de maldad) ayuda a retratar al maníaco como si de una especie de Frankenstein se tratara. De hecho la escena final en la cual un Sr. Oldermeyer liberado de culpa por un miserable jurado (representante de la moral del pueblo en el que se ubica la historia) acosa y persigue en el bosque a las dos niñas víctimas de su locura culmina en una evocadora escena claramente influenciada por el gran clásico de James Whale El Dr. Frankenstein.
Sin duda Nunca aceptes dulces de un extraño es una película que claramente podemos comparar con la gran obra maestra del suspense europeo El cebo de Ladislao Vajda, tanto por temática como por estilo tremendista y moderno. La primera impresión que me sacudió al terminar de ver esta enorme película fue que Nunca aceptes dulces de un extraño es El cebo de la Hammer. Quizás los productores británicos trataron de emular el enorme éxito de la cinta dirigida por Vajda pero de un modo distinto, es decir, otorgando el sello puramente Hammer a su película. Esto induce a que la película británica ofrezca un final mucho más macabro, desesperanzador, tremebundo y perturbador que El cebo. Mientras que Vajda opta por realizar una película de pura intriga, en la que la venganza y el terror recorren la trama con total normalidad para reforzar el carácter depravado tanto del asesino como del inspector de policía que inicia una imprudente investigación para cazar al asesino motivado por el deseo de vengar el suicidio de un inocente, Frankel apuesta por la crítica social como principal engranaje de la cinta, incrustando en la trama un juicio al supuesto criminal que en realidad se trata de un pleito que juzga a la hipocresía de la sociedad. Sin embargo, una vez terminado el litigio, Frankel se venga de la sociedad cobarde e impostora que retrata, girando la trama hacia el universo del cine de terror más grotesco y espeluznante. Si son fans del cine clásico intensamente moderno e inquietante, esta película será un descubrimiento que les hará disfrutar una hora y cuarto de emocionante escalofrío.
Todo modo de amor al cine.