La comedia suiza de la temporada
Mientras los créditos iniciales de Nuestro último baile aparecen sobre un fondo rosa, se escucha en ‹off› una voz que habla de chalecos, citas y buena fortuna; cuando los tarjetones terminan y la película muestra quién es el emisor de dicho monólogo y quién el receptor, la sorpresa golpea de frente al espectador: tumbado sobre una cama, Marcel Proust habla; sentado a su lado, Germain (Francois Berleand), el protagonista de la cinta, escucha. El autor de En busca del tiempo perdido dice: «Porque como los hechos que deseamos no se producen nunca como pensábamos, a falta de las ventajas con las que creíamos contar, se presentan otras que no esperábamos. Y así todo se compensa. Tanto miedo teníamos a lo peor que, después de todo, nos inclinamos a considerar que, bien mirado, la casualidad nos ha sido, al final, más favorable que adversa». Esta primera escena siembra de forma perfecta los dos temas sobre los que se construye la obra y, en el proceso, marca el tono cómico que envolverá, durante sus escasos ochenta minutos de duración, las imágenes que la componen.
La película cuenta la historia de Germain, un septuagenario que goza de su jubilación leyendo a Proust, contemplando la vida y disfrutando de los pequeños momentos de la existencia junto con su mujer. Un mal día, esta tiene un accidente doméstico y fallece de forma repentina. Los hijos de la pareja, impactados por la inesperada muerte de su madre y preocupados por el precario estado de salud de su padre—se sometió a una operación cardiovascular hace un año—, volcarán todas sus energías en acompañarle durante el duelo a riesgo de agobiarle en exceso, de mermar su independencia y de no dejarle un solo segundo para respirar. Así, para despedirse definitivamente de su esposa, Germain se apuntará a la compañía de danza en la que ella estaba, con la intención de sustituirla y cerrar, de esta forma, las heridas sangrantes que le ha abierto en la piel su viudedad súbita.
La nueva cinta de Delphine Lehericey se viste con la piel de la ligereza para introducir al espectador en la dinámica tragicómica que rodea a su protagonista y, de tal forma, instarle subrepticiamente, a través de la emoción en carne viva, a reflexionar sobre el funcionamiento del sistema de cuidados, sobre la necesidad de dejar de excluir e infantilizar a las personas mayores —o, en otras palabras, de erradicar el edadismo—, sobre la importancia de romper los cánones físicos normativos, sobre la dificultad para mostrar de una forma sana y sosegada las emociones más ásperas, sobre las formas de afrontar la muerte de un ser querido, sobre, en fin, las diferentes maneras de enfrentarse al paso del tiempo y a las ausencias que lo acompañan. Todo en Nuestro último baile funciona como un mecanismo dramático desnudo de afectación que, engrasado con el aceite traslúcido del absurdo, se deja llevar por la risa vitalista como forma desesperada de no detener su funcionamiento. El protagonista camina por una casa vacía de luz intentando salir del pozo en el que se encuentra desde el fallecimiento de su mujer, mientras se esfuerza en evitar que sus seres queridos descubran su nueva ocupación por miedo a que le obliguen a dejarlo y, en consecuencia, le hundan aún más en el charco sin fondo de su propia tristeza.
Como resultado de dicha dinámica, la comedia se abre paso entre las grietas de una familia que tiene serios problemas para comunicarse; y se extiende sobre ella como un manto de colores llamativos que ejerce de merecido gancho promocional para la cinta —la comedia suiza de la temporada—, al mismo tiempo que dibuja incontables sonrisas en el rostro del espectador. Y en el centro de todo, la increíble interpretación de Francois Berleand le da el empaque definitivo a una película sencilla en su complejidad, que busca siempre hacerle pasar un buen rato al público, pero sin rechazar las posibilidades de emocionarle y de hacerle pensar.