El cine británico de suspense siempre ha ejercido sobre un servidor una extraña fascinación. Buena parte de los cineastas que marcaron los tempos y la impronta típica de lo que hoy conocemos como cine de intriga nacieron en las islas. Desde el maestro Alfred Hitchcock, pasando por Carol Reed, Michael Powell, Roy Ward Baker o Jack Clayton por poner unos conocidos ejemplos. Sin ser tan populares como las creaciones nacidas en Estados Unidos o en nuestra vecina Francia, las películas de suspense erigidas en los estudios británicos poseían esa esencia seminal que desplegaba con unas sencillas armas cinematográficas los dogmas más poderosos vertidos alrededor del primitivo thriller. Creo que lo que me cautiva de estas producciones es sobre todo su capacidad para crear inquietud desde los elementos más cotidianos —ya sea el simple caer de la gota de agua de un grifo o del manejo de un expediente extraviado en la mesa equivocada—, evitando en todo momento caer en la trampa de hilvanar el suspense desde componentes artificiales o poco creíbles. El realismo inherente a estas obras es sin duda el factor clave que ha servido de referencia a cineastas posteriores para tomar partido por esa forma de moldear los dogmas del misterio con esa mirada contemporánea impregnada de menciones clásicas.
En este sentido Nowhere to Go explota a la perfección las doctrinas que más me gustan de este género. Sin duda nos hallamos ante una obra de culto, desgraciadamente hoy muy maldita y poco reivindicada, que cuenta como puntos llamativos por un lado ser el debut tras la cámara de Seth Holt, uno de los mejores montadores del cine británico de los cincuenta y pieza clave del éxito de las producciones de la Ealing en las que desempeñó su labor a lo largo de esa década como editor estrella del estudio especialista en comedia, y por otro representar igualmente la primera aparición en un largometraje de la hoy legendaria actriz Maggie Smith quien supo aprovechar la oportunidad que se le presentaba tejiendo un magnífico y poderoso papel en los escasos minutos en los que aparece en pantalla.
Nowhere to Go fue una de las primeras producciones surgidas tras la adquisición de la Ealing por el imperio estadounidense Metro Goldwyn Mayer, aspecto que la condenó a ser el entremés elegido por la compañía del león para entretener al público que acudía a las salas de cine con el objetivo de visualizar una superproducción de la Metro titulada El último torpedo con Glenn Ford como estrella absoluta. Ello implicó que la exhibición de la cinta en salas comerciales tuviera una vida muy corta, sentenciando a un injusto ostracismo a una obra cuyas virtudes eran más que evidentes.
Igualmente esta es una de esas películas de su tiempo, este es finales de los años cincuenta. Unos años en los que el cine se encontraba en un punto de inflexión atravesando un sendero que ponía fin a las películas producidas en serie por los grandes estudios para dar paso a esa visión más personal y trabajada desde el punto de vista intelectual que perseguía satisfacer las inquietudes de un público cada vez más exigente y entendido cuyas opciones de ocio audiovisual empezaban a derivar hacia el mundo de la televisión. Así, Nowhere to Go toma prestados para sí esa mirada nihilista y apesadumbrada del nuevo cine negro americano florecido en los campos regados por La jungla de asfalto de John Huston combinando asimismo el arquetipo del polar francés en el sentido de otorgar el protagonismo del film a personajes procedentes del mundo criminal, humanizando pues la mirada y las motivaciones de unas figuras que amanecían como víctimas del sistema y de su mala ventura, presentando un perfil mucho mas digno y noble que el existente en los integrantes de esos altos estratos sociales pisados por toda una serie de sombras de muy mal pelaje si bien cumplidores de esos estándares aceptados por la mayoría social.
La cinta arranca con una secuencia portentosa, narrada a través de la insinuación y los sentidos al no contar casi con diálogos, en la que se muestra la fuga de la cárcel de un preso gracias a la ayuda de un compañero que le auxiliará desde el exterior escalando los muros de la prisión para facilitar al fugado unos explosivos con los que volar las rejas de su celda. Una secuencia forjada desde las sombras típicas del género, colmada de silencios y sonidos ambientales que hace gala de un montaje en paralelo modélico que permite anunciar con breves pinceladas de genialidad lo que va a suceder el momento clave que da sentido a la edificación diseñada.
Esta magnífica propuesta servirá para presentar al protagonista de la cinta, un ladrón de guante blanco llamado Paul Gregory (George Nader) quien tras zafarse del control policial arribará a un céntrico apartamento acondicionado por su cómplice Victor Sloane (Bernard Lee) como refugio y zona de encuentro. La llegada de Gregory a este lugar será aprovechada por Seth Holt para insertar un brillante flash back con el cual se informará al espectador de los hechos que motivaron el ingreso en prisión del joven ratero. De este modo descubriremos la trama de engaños y falsas apariencias ideada por Gregory y Sloane con el objetivo de usurpar unas valiosas monedas propiedad de una superficial y odiosa viuda canadiense quien quedará prendada de un Gregory que fingirá ser un desafortunado dramaturgo sin un penique en sus bolsillos para ganarse la confianza de la ricachona. Una vez logrado su objetivo, Gregory y su colega Sloane cambiarán el botín por una importante cantidad de dinero acordando por un lado depositar la misma en una caja de seguridad de un banco y por otro la captura de un Gregory quien espera pasar una estancia en prisión no mayor de 3-4 años beneficiándose de disfrutar tras su liberación de la suma resguardada a buen recaudo.
Sin embargo, a pesar de la perfecta planificación del golpe, todo saldrá torcido. Gregory será condenado a 10 años de prisión, punto que inducirá a la preparación de la fuga vislumbrada en el arranque del film. Una vez libre de cautiverio, éste se topará con Bridget Howard (Maggie Smith), la amante del inquilino de la residencia empleada por el delincuente como guarida quien sospechará que detrás de la figura de este extraño personaje se esconde un temperamento que nada tiene que ver con lo que pretende aparentar. Y finalmente los diferentes intentos de Gregory por hacerse con el dinero depositado caerán en agua de borrajas, ya sea por la presencia policial en las proximidades del establecimiento financiero, o fundamentalmente por la traición de su compañero Sloane, quien no contento con la cantidad prometida por su socio tratará de eliminar a Gregory con la intención de hacerse con la totalidad del botín. Sin embargo este hecho dará lugar a toda una serie de desgracias e infortunios en el camino de nuestro amable protagonista, entre ellos la muerte accidental de Sloane provocada por un golpe de mala suerte que acarreará la caída del ladrón en un laberinto de enredos e intrigas que difícilmente vislumbra una salida afortunada.
Nowhere to Go asoma como un perfecto ejemplo de ese cine policíaco y de intriga producido en los años cincuenta. Ya que por un lado nos encontramos ante una cinta que aprovecha una trama criminal para construir una fábula terriblemente fatalista hilvanando una oda al mito del perdedor en el estilo del cine negro nihilista de ese decenio. Así, Paul Gregory adquirirá la estampa de este anti héroe Hustoniano alzándose como una víctima de sus circunstancias y de un entorno plagado de deslealtad contrario a su carácter íntegro. Un personaje con el que resulta fácil empatizar que por tanto ganará las simpatías de un público que deseará que su héroe salga airoso de las diferentes desventuras padecidas. Sin duda esto será utilizado por Seth Holt para inyectar pequeñas gotas de suspense vertidas alrededor de los diferentes avatares que atravesará el protagonista en su peculiar odisea. En este sentido, el autor de El sabor del miedo ofrecerá todo un recital narrativo desplegando toda su artesanía para construir una arquitectura escénica tan sencilla como fascinante donde la intriga alumbra desde los resortes más insospechados, como por ejemplo una simple nota de prensa escondida en un diario, una intrigante llamada de teléfono, la luz de una linterna que avisa de la presencia policial o de un simple zapato ortopédico que desvelará el disfraz que se esconde tras la disimulada templanza inherente al personaje interpretado por George Nader.
Porque Nowhere to Go detona sus puntos fuertes a través de la geometría de la puesta en escena. Una arquitectura escénica que bebe directamente del cine del maestro Alfred Hithcock de modo que cada ángulo y encuadre ideado por Holt denota un intencionado secreto escondido que el espectador deberá interpretar. La composición de cada secuencia es sublime, incrementando pues el suspense a medida que se desarrolla la sinopsis trenzada gracias a un alucinante poder magnético. Como he comentado en párrafos precedentes, Seth Holt mostró su sapiencia, adquirida en las salas de montaje de la Ealing, maquinando una obra que se apoya en lo cotidiano para profundizar en la psicología de unos personajes que presentan una complejidad mayor de la que en principio parece insinuar el film.
Así el suspense será generado sin pretender que el mismo sea central en el argumento. Los culpables serán conocidos por el espectador. Igualmente el robo será perpetrado en los primeros minutos del film como si de un eslabón sin importancia de la cadena se tratase. Las intenciones de los personajes son conocidas y para nada camufladas. La cinta no cuenta tampoco con una trama de investigación y persecución policial en su espina dorsal y el único asesinato que tiene lugar en el argumento ni siquiera es mostrado de forma explícita pues sucede en contra de la voluntad de su infractor. ¿Cómo es posible por tanto generar suspense sin elementos que en principio lo contengan? Esa es la pregunta que hábilmente sabe responder un Seth Holt tocado por la varita mágica de la inspiración. Sencillamente, construyendo una historia muy humana a través del dibujo de un personaje principal que aspira la esencia de ese perdedor al que nada parece salir tal como había ideado. La continua desgracia que escolta a Gregory compromete al espectador con su rasgo desventurado, implicando que sus anhelos se conviertan en los nuestros. Por tanto sufriremos cuando sospechamos que Gregory puede caer derrotado por la policía o por las malas artes de los diferentes compinches que acaban traicionándolo, y que convierten por tanto al protagonista en el único personaje digno de admiración en virtud de su rectitud y cumplimiento de las nobles reglas de los viejos bandidos. De los viejos tiempos. Y nuestro corazón se acelerará a medida que los contratiempos y la fatalidad que sabemos surtirá efecto al final de la historia devoren la pantalla. Y nuestras pulsaciones se dispararán cuando la catástrofe en forma de torpezas y tontos accidentes terminen desembocando en la derrota de un Gregory dibujado con el cariño y la nostalgia de los héroes Faulknerianos por un Seth Holt que demostró que sabía lo que se traía entre manos en este su primer proyecto cinematográfico.
Por todo lo expuesto, Nowhere to Go se alza como una joya del cine británico de los años cincuenta tan entretenida como encantadora. Y es que la cinta desprende ese aroma a buen cine característico del séptimo arte originario de las islas rodado con esa elegancia y pulcritud presente en unas producciones para las que no existía hueco para la vulgaridad chapucera. Puesto que esta es una de esas cintas que no solo se disfrutan como un dulce arquetipo del cine de suspense de esa época, sino que igualmente esta es una pieza que se goza desde un sentido estrictamente cinematográfico merced a una perfecta y milimétrica puesta en escena que como los buenos enigmas matemáticos no tienen una resolución sencilla, y por tanto, consigue hacer estallar la emoción cuando se descifra el fin del misterio. Un acertijo resuelto con talento por un Seth Holt cuya temprana muerte impidió seguir deleitándonos con sus arriesgadas y enfermizas propuestas.
Todo modo de amor al cine.