A los 16 años la cineasta Martha Coolidge fue víctima de una violación.
«Esta película está basada en incidentes de la vida de la directora. La actriz que interpreta a Martha también fue violada cuando estaba en el instituto. Se han cambiado nombres y lugares.»
Este aviso abre el largometraje Not a Pretty Picture (1976) que Coolidge rodaría con 29 años y un presupuesto mínimo. La película reconstruye su experiencia en los años sesenta utilizando diferentes recursos en su dispositivo narrativo. Primero, con la dramatización de eventos previos y posteriores al hecho: la dinámica con su compañera de habitación (Anne Mundstuk, interpretándose a sí misma) en la residencia de estudiantes, la ambivalente relación con el sexo y las primeras salidas con chicos o el acoso, el señalamiento y los insultos de sus compañeras. Todo parece filmado como un melodrama adolescente ambientado en la década anterior, con una oscuridad y violencia que emerge de las situaciones cotidianas y las subvierte, llegando a crear una tensión muy inquietante en una larga secuencia en la que la protagonista comparte automóvil con su cita y otros de sus amigos. Entrelazando estas escenas, aparecen entrevistas a miembros del reparto sobre sus experiencias personales y sobre el rodaje.
La reconstrucción ficcionada del acto en sí se lleva a cabo con una escenificación que la directora deconstruye conscientemente con dos estrategias que se combinan aprovechando el punto de vista documental y que reformulan su naturaleza de ficción. El simulacro de los decorados desnudos apenas sirve para definir los espacios, mientras el reparto recrea distintos momentos de lo que sucedió aquella noche fatídica. El efecto de distanciamiento que provoca esta puesta en escena permite desvelar de manera deliberada su propósito y elimina cualquier posibilidad de espectacularización, fetichismo o explotación de las imágenes. No es una mera dramatización. Están mostrados como si fueran unos ensayos de una obra todavía por filmar, que se va modelando según avanza el metraje —de hecho el montaje aquí se revela como un elemento clave en el discurso del filme a través de su estructura—. Así somos testigos de distintas aproximaciones en su rodaje y las diferentes actitudes de actriz y actor. En este proceso la cámara toma una especial relevancia, siguiendo las reacciones de la directora mientras observa las evoluciones de los actores con su mirada, que parecen reflejar la proyección involuntaria de sus recuerdos en la acción dramática.
Estos ensayos, estos intentos de representación, se interrumpen con el diálogo entre Martha Coolidge, la actriz que encarna su ‹alter ego› adolescente (Michele Manenti) y su violador Curly (Jim Carrington). En las conversaciones se intercambian los recuerdos de la cineasta con las experiencias de sus intérpretes, cómo influyen en sus perspectivas —en ocasiones radicalmente distintas— al abordar la ejecución de la escena y cómo esta les afecta personalmente. También dan pie a hablar desde la experiencia subjetiva de cómo se manifiesta la violencia sexual en el entorno de estas personas, de cuáles son sus orígenes y motivaciones, del estigma asociado a las víctimas y su cuestionamiento, que lleva a hacerlas sentir responsables de lo que les sucede.
El encuadre de las escenas sobre el colchón, subrayando la incomodidad de ella y las claras intenciones ulteriores y la manipulación psicológica de su victimario no dejan lugar a dudas. La composición del plano abierto, con la cámara en mano y la textura del 16mm, al fijarse sin cortes sobre la violencia, inscribe visualmente sus imágenes en un cine de lo real, enclaustradas en formato 4:3. La violencia empieza mucho antes de que exista la agresión sexual, una violencia social y cultural que mediatiza las relaciones entre hombres y mujeres a partir de los mandatos de género y las ideas preestablecidas de masculinidad y feminidad: las expectativas sociales, la represión sexual y la presión por tener sexo, la situación asimétrica de los protagonistas en el mundo. La inclusión de un diálogo abierto encuentra el reconocimiento de la violencia sexual como parte de la experiencia de ser hombre sin que en muchas ocasiones sea identificada como tal.
Martha Coolidge compone una obra en construcción y búsqueda de su propio sentido, que refleja su conflicto y vivencias con los hechos que la marcaron. Para ello combina certezas objetivas con dudas razonables desde su subjetividad sobre cómo explicar el origen de esta violencia y lo que sufrió. De ahí la mezcla de ficción y no ficción, que apuesta por reconstruir desde cero el imaginario de su adolescencia y la realidad de su época, pero con la urgencia, inmediatez y vigencia de la palabra de los testimonios. La escena final —momento en que la joven Martha intenta desvelar al responsable de la residencia de estudiantes lo que le ha pasado— señala una indiferencia institucional que la deja completamente sola y desamparada, sin voz. El filme se transforma en la conclusión de la historia, dando precisamente voz a su directora y también a su actriz protagonista. Es el fin de un proceso de experiencia y reflexión íntima que alcanza su dimensión política en la expresión artística.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.