La sociedad del malestar
Una jaula de oro que contiene, para que se retroalimenten entre ellos, todos los miedos, las ansiedades y las opresiones que el ser humano es capaz de sentir e infligir, eso es lo que filma con inusitada extrañeza Natalia Sinelnikova en Nosotros también podríamos estar muertos, cinta que se proyectó, entre otros muchos festivales, en los de Berlín y Sitges y que ahora compite en la sección Domestic del Atlántida de Mallorca.
En un futuro distópico en el que el mundo se ha convertido en un lugar extremadamente violento y peligroso en el que los seres humanos no tienen asegurada su propia supervivencia, un edificio moderno y hermético se levanta en mitad del bosque como el adalid de la integridad y la seguridad, tanto física como moral. Todo el que quiera entrar a vivir en esa gran comunidad, primero tiene que pasar unos test que evalúan sus habilidades sociales, las posibilidades que tiene de desarrollar un comportamiento poco ético o dañino según los represivos cánones impuestos por el consejo que dirige el tinglado y comprometerse a no mostrar de forma efusiva cualquier tipo de emoción fuera de la intimidad de su piso. Así, el día que el perro de uno de los vecinos desaparezca, el rumor de que un intruso se ha colado en el edificio con la intención de sembrar el caos se extenderá de forma incontrolable y la sombra de la paranoia se apoderará del lugar, convirtiéndolo en una hoguera de violencia, egoísmo y verdadero terror.
Hace tan solo unos meses se estrenaba en España R.M.N., cinta en la que Cristian Mungiu abría en canal el pecho de Europa en busca de las enfermedades que están degradando su estado de bienestar. El cineasta rumano salpicaba un pueblo de Transilvania en el que convivían diferentes culturas con gotas de extrañeza, con acciones ambiguas que no hacían sino sembrar el pánico entre los habitantes, colocarles en una situación de desconcierto que les servía de excusa para sacar a los racistas —entre otras muchas cosas— que llevaban dentro. El miedo, la incertidumbre y la sensación, infundada, de peligro eran los elementos que utilizaba Mungiu para señalar las múltiples taras que padece una sociedad en apariencia civilizada. Algo parecido hace Sinelnikova en Nosotros también podríamos estar muertos.
La idea de la película es dilatar las pupilas del espectador con el suero del extrañamiento, de la realidad cotidiana deformada por la posible aparición de la tragedia —y, con ella, la comedia—, para obligarle a replantearse un mundo tan cercano y conocido como borroso y desenfocado. La distopía funciona aquí como metáfora y como elemento de distanciamiento: es mucho más sencillo ver los problemas de un pequeño ecosistema de hormigón y silencio que sólo existe en la ficción que los de la sociedad propia. Así, ese edificio tan feo como podrido se convierte en el fiel reflejo de una sociedad occidental enferma de esquizofrenia que ve potenciales peligros hasta en las flores, pero que luego se deja someter por unos poderes fácticos —las grandes empresas que no dejan de incitar al consumismo— totalitarios y puritanos; que ondea la bandera de la tolerancia al mismo tiempo que utiliza al diferente, al desamparado o al débil como chivo expiatorio de sus propios crímenes; que para erradicar la violencia la ejerce de forma desproporcionada; que oculta las emociones en la habitación de la vergüenza por miedo a no saber gestionarlas; que cree que el fin de la vida en común es proteger los intereses individuales de unos pocos y no ayudar al que más lo necesita.
Sinelnikova deforma la imagen, la expande y juega con ella, siempre con la intención de desconcertar al respetable, de reforzar la idea de que todo sucede en una dimensión paralela que por distante termina siendo igual que la suya. Y en el centro, una gran Ioana Iacob que ofrece un recital de contención aliñado con toques de frustración y chorros de impotencia. Para el final, el espectador sale de la sala convencido de que ese edificio regido por dictadores edulcorados y habitado por hienas vestidas con hábitos, esa jaula de oro que contiene el miedo, la ansiedad y la opresión, no es muy diferente a la que él pisa con orgullo todos los días.