La luz cegadora.
Aunque Nosferatu —nueva adaptación de Drácula de Bram Stoker y la versión homónima escrita por Henrik Galeen y dirigida por F.W. Murnau en 1922 — se presente a sí misma, desde su escena inicial, como una experiencia visual y sonora epatante, es una escena de diálogo, curiosamente, la que nos revela las claves del nuevo filme de Robert Eggers. Es aquella en la que el profesor Von Franz (interpretado por el mejor Willem Dafoe de los últimos años) defiende, frente a otros personajes, la existencia de un mundo oculto, una realidad negada por la herencia racionalista de las luces acaso cegadoras de la Ilustración. Una afirmación que nos lleva a pensar si las investigaciones sobre lo místico llevadas a cabo por Von Franz podrían remitir al ejercicio de regurgitación realizado por Eggers en un filme que parece encontrarse, como sus protagonistas, en una encrucijada entre dos formas de entender el mundo y el cine.
La figura vampírica le sirve a Eggers, por un lado, para desafiar las bases del pensamiento racional de sus personajes erigidas durante el siglo de las luces y posibilitar la transición hacia una sensibilidad propia del romanticismo que permita hacer frente al monstruo; por el otro, fundir un cine de atracciones pomposo y, a ratos, deslumbrante, con una pieza de cámara mesurada y preciosista, drama histórico de una clase burguesa en crisis. Todo ello da lugar a una doble dialéctica esencial para comprender no solo esta película, sino la filmografía de un cineasta que cohesiona y amplía la significación de sus imágenes cuando las restringe al terreno de la representación doméstica.
En sus dos primeros largometrajes, La bruja (2015) y El faro (2019), Eggers situaba la acción en una sola localización, lo que le permitía sugerir una especie de otredad de lo real sin que sus ambiciones creativas lo desanclaran de ese mismo espacio, encontrando nuevas vías para posibilitar una representación de lo mistérico. De ahí la desestabilización e inquietud que generan ambas películas. Sin embargo, tanto en El hombre del norte (2022) como en Nosferatu, la expansión espacial y narrativa de los relatos hacen más visibles las carencias de Eggers para hallar recursos que, de forma continuada y coherente, permitan a sus imágenes penetrar en lo fantástico en vez de quedarse en intentos algo pretenciosos y vulgares de abrumar al espectador con estridencias sonoras, trucos de montaje e imágenes de impacto.
Por eso, si este nuevo Nosferatu al fin y al cabo se sostiene no es tanto por escenas absurdamente dilatadas como la llegada de Thomas Hutter (Nicholas Hoult) al castillo de Orlok (Bill Skarsgård), sino por destellos de brillantez que suelen surgir cuando Eggers enclaustra a sus personajes en espacios reducidos —véase la aparición del vampiro en el barco o la posesión de Ellen Hutter (Lily Rose Depp)—, desenvolviéndose con la cámara de forma mucho más sugerente y en consonancia con el refinamiento estético y el tono afligido característico de un drama de época burgués que, con la aparición de Von Franz —y con esto volvemos al inicio de este texto—, transita hacia el terreno de lo fantástico. Y es en esa transición entre géneros, estilos y mundos, donde el filme, además de ser pertinente con su presente —como lo son las anteriores cintas de Eggers—, logra intrigar y fascinar, alcanzando un clímax tremendamente emocionante en el que la luz que derrota finalmente al vampiro no es tanto la del conocimiento ilustrado, sino la de la creencia de una realidad oculta a la razón.
Podría pensarse el Nosferatu de Robert Eggers, pues, como el intento algo fallido por cruzar el umbral y lanzarse al vacío de lo oculto. Trazar un puente hacia imágenes que revelen un sentido más romántico y profundo de nuestra existencia, no a través de la razón, sino de la fe en la capacidad iluminadora del cine frente a la oscuridad que nos acecha en el presente. Por momentos, Eggers parece alcanzar esas imágenes, pero, en general, las luces de su cine suelen ser tan evidentes que terminan siendo cegadoras.