Los títulos de crédito que abren Nocturne (Viktor van der Valk, 2019) ya advierten explícitamente de sus intenciones. Con colores básicos y letreros intermitentes combinados con una voz en off susurrante —que realiza un comentario sobre la propia película en contraposición con el contenido de palabras y frases que se muestran en esta introducción—, la referencia directa a Jean-Luc Godard no deja lugar a equívoco. Nos encontramos ante un ejercicio metatextual que tiene claras alusiones a otras obras integradas en su narrativa, estética y concepto formal. Una de las más notables es una escena en un coche que apunta directamente a The Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999). Rápidamente se plantea la situación de su premisa argumental. Un director de cine está a punto de filmar su primera película. Alex, que interpreta el propio director, se encuentra con problemas de financiación y de inspiración para alcanzar lo fundamental de la historia que quiere contar, que está basada en sus propias experiencias vitales. Durante la noche previa al comienzo del rodaje, vaga por las calles de la ciudad mientras se entretejen y enfrentan la realidad y la ficción, la vida y el cine, la libertad autoral y el compromiso artístico.
El relato se encuentra tan fragmentado como el espacio a través de las composiciones de la cámara de van der Valk y su vertiginoso uso del montaje. La arquitectura de los edificios y la estructura urbana son prácticamente abstractas en este filme, que se fija mucho más en los gestos de los personajes a través de planos detalle, el movimiento constante y la búsqueda de ángulos que añadan una capa más de extrañeza a su atmósfera opresiva y macabra. Una atmósfera mediatizada por la noche y un tono cercano al cine negro, que se fusiona con el suspense y el drama romántico, para abordar también la ambivalencia de la relación del protagonista con sus actores y productores. El set y los entresijos de la producción cinematográfica aparecen dentro de la película, que refleja su misma elaboración y cuestionamiento según avanza el metraje, como sucedía en Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008). Y para ampliar sus vínculos con otros cineastas como Leos Carax, su protagonista toma el mismo nombre del que tenía el actor Denis Lavant en Boy Meets Girl (1984), donde hacía de aspirante a cineasta y con la que tiene otros paralelismos en su narración. O en Mauvais sang (1986), de donde evoca la escena de la separación en el metro con Julie Delpy y su icónica carrera por las calles mientras suena Modern Love de David Bowie. Ambas además parecen inspirar la elíptica trama criminal de Nocturne con personajes siniestros e intenciones imposibles de desentrañar.
En una obra donde uno de los mayores desafíos de su protagonista es querer eludir los clichés y tópicos del cine —para así alcanzar un máximo nivel de realismo y de autenticidad en su recreación de la vida—, Nocturne no deja de ser, irónicamente, una colección de ellos, aunque provengan del cine de autor europeo. Desde este distanciamiento brechtiano que deconstruye la multitud de elementos y géneros que la conforman, el espectador se enfrenta a una desbordante historia de desamor, una conflictiva relación maternofilial, los problemas y dudas de la creación artística… hasta ‹doppelgängers› y reflexiones existenciales que podrían extraerse de una novela de Fiódor Dostoyevski. Una aparatosa y abrumadora propuesta que no da respiro en su recargada elaboración, donde el estilo y las citas supeditan el resto de ideas del director para construir un discurso aparentemente sofisticado de artificiosa complejidad, con una aproximación barroca a los diálogos y la voz en off, plagados de consideraciones metafísicas sobre los grandes temas universales, que destruyen su aspecto emocional y desproveen a la cinta de cualquier dimensión humana.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.