«Dicen que los dioses persiguen a quienes aspiran a realizar empresas demasiado levantadas: están más por lo mediocre y quieren mantener la especie humana en domesticidad.»
Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte y otros ensayos de estética (La Gioconda), Austral, Barcelona, 2016, p.140.
Un grupo de chavales de toda índole siguen de manera ágil y seria unos pasos que desencadenan en la explosión de varios lugares estratégicos de París, después esperan con espíritu vitalista la hora en la que puedan salir de su escondite para volver a sus casas y seguir con sus vidas. Su objetivo es reventar las estructuras arquitectónicas para llamar la atención de la gente, no destrozar vidas humanas. Se acaban los créditos y varias personas preguntan a Bertrand Bonello, que se encuentra presente, que no comprenden los motivos de tal acto, que no atinan a percibir las causas de ese gesto bruto. Bonello intenta disimular su cara de “no me seas ingenuo, hijo” ante tal pregunta con una respuesta cortés y amable. Y es que sí comprenden los motivos de esos jóvenes, lo que ocurre es que no se atreven a reconocerlo, no están preparados, les ruboriza reconocer que el desencantamiento de nuestra civilización puede provocar un acto de respuesta como ese. La civilización se mueve por contradicciones internas, por el surgimiento de un elemento que niegue lo anterior, desgraciadamente de manera violenta. Y es precisamente la propia pregunta de ese grupo de personas la que se manifiesta como síntoma común de la estupidez que está acelerando la caída del elemento positivo actual que, tarde o temprano, va a ser negado dando origen a otro momento histórico que se erija como suelo estable hasta que el proceso de decadencia que es inherente a todo proceso histórico le vuelva a hacer obsoleto y haga necesario otro gran cambio, y así sucesivamente. El asunto que nos plantea Bonello no es otro que uno de los gestos extremos que pueden sobrevenir en poco tiempo si no reaccionamos frenando la velocidad de la caída para evitar que las consecuencias sean desastrosas. Y esa pregunta, en resumidas cuentas, no demuestra otra cosa que la imperante estupidez de nuestros días, no siendo diferente en absoluto de un filtro de Snapchat o de una prenda popular de Zara, es decir, un gesto descafeinado y conformista que en el fondo está diciendo: «paso de todo, pero paso como están pasando todos». Esa tendencia a la homogeneidad medida por lo material y por la estricta convencionalidad en los que los márgenes también son convención se puede resumir en una simple y llana afirmación: huida del pensamiento de ave sobre el mundo, el recelo hacia lo complejo. No hacen falta entonces dioses que persigan como dijo Ortega, sino que somos los propios humanos los que nos ensañamos ya no solo con los grandes espíritus, sino también con las ganas de cualquiera que busque serlo, auto-adiestrándonos. La civilización occidental ha tapado cualquier espacio para la vanguardia intelectual y artística que actúe seria y solemnemente, relegando estas tareas precisamente al ámbito del esparcimiento y el ocio. Y si no dejamos que germinen y se desarrollen en plenitud, y a las que ya están realizadas las ignoramos, pues se vuelve imposible una verdadera contracultura intelectual (de verdad, que no se deje absorber por los medios de comunicación) que cree una alternativa a la acción violenta que sane siendo renovadora hasta el extremo. Si no damos lugar a que esto suceda los personajes de Bonello tomarán cuerpo y alma en la vida real para dar desesperados su golpe sobre la mesa, ante lo que solo podremos callar o decir como una mujer dice en la película: «Esto tenía que pasar, era cuestión de tiempo». Y lo impactante será que vendrá desde dentro. Los rostros están mutando y las ojeras haciéndose cada vez más notables.
Nocturama está estructurada en dos partes bien diferenciadas: ataque y espera. En la primera de ellas se nos presenta a un grupo de chavales que andan entre los dieciocho y los veintipocos años caminando individualmente por el metro y por la superficie de París con gestos medidos y rostros decididos. Los movimientos y el silencio que los acompaña, que recuerdan demasiado a los de los asesinos de Elephant de Allan Clarke, van entrelazándose hasta construir un complejo de relaciones que desemboca en una serie de explosiones y de incendios representados de manera coreográfica por Bertrand Bonello, una estilización de la destrucción y de la ruina que puede ser interpretada como un gesto irónico ante esa contradicción puramente humana que se basa en el rechazo moral de la destrucción pero también en el interés que en nosotros causan sus imágenes. En este sentido el director francés parece estar diciéndonos: no será bello eh, pero qué atractiva y extraña impresión da percibir la destrucción cuando no nos pone en peligro. Y es en este momento que el espectador comienza a incomodarse porque de verdad siente eso, y no le gusta pensar que lo siente. Pero lo importante de esta primera parte es el caminar de los jóvenes, ya que se trata de un caminar que no está dominado aparentemente por el odio en bruto, sino por la tristeza y por la pena. Es decir, no estamos ante radicales odiosos que odian en nombre de una ideología, sino ante apáticos que ya no creen en nada porque no tienen horizontes de perspectiva y llevan a cabo un gesto desesperado. Bonello situará en su grupo a un chaval pobre que vive en la periferia y cuyos motivos de acción pueden venir dados en parte de la pobreza y la impotencia, así como también introduce a un tipo que hace alusiones al Paraíso y demás elementos de la dichosa Guerra Santa pareciendo así derivar su ataque a estos terrenos, pero más allá de estos rasgos (que muestran el amplio espectro del que procede esta desilusión generalizada hacia todo así como hasta dónde puede llegar cuando la carencia de identidad lleva a pobres ingenuos a buscar una identidad prefabricada en el fundamentalismo religioso) el denominador común que une a todos como grupo es el escalofrío nihilista que recorre la columna de la civilización occidental que a unos aturde y a otros, como a estos, moviliza hacia ningún punto claro, tan solo con el objetivo despertar por el momento a los aturdidos.
Y llega el momento de ver a ver qué pasa. La segunda parte de Nocturama tiene lugar en el centro comercial en el que se recogen los chavales tras el atentado para esperar a que pase el revuelo y volver a sus casas. La posibilidad de que ese camino de vuelta no exista, sumado a la adrenalina consecuencia del ataque y la ausencia de reglas que se deriva del caos introducido temporalmente en la sociedad induce a este grupo a la celebración. Pero no se trata de ninguna celebración que tenga que ver con la liberación del instinto que se escape de las cadenas de la razón; ni mucho menos consiste en la prolongación de la sensación de «hemos quebrado un ritmo, vamos a pensar en lo nuevo aunque no venga». Lo que hacen estos jóvenes es desatar toda una serie de deseos filtrados por la tendencia consumista imperante que paradójicamente les anula, buscando pasar el rato probándose trajes o jugando con cosas que antes no se podrían haber permitido (no faltan los vagabundos de Viridiana sustituyendo su carencia por el lujo momentáneo). Es esta, por lo tanto, la parte del discurso de Bonello que está impregnada de verdadero pesimismo. Y es que una de dos: o Bonello está mostrando que los actos impulsivos de este tipo son realizados por gente que no da más de sí y que al fin y al cabo no pueden salir del círculo de su tiempo; o bien está diciéndonos que, hagamos lo que hagamos, estamos condenados a que esta caída civilizatoria sea la última. Solo dos preguntas quedan en la mente después de presenciar el espectáculo que ofrece Nocturama: ¿Qué otras vías de renovación pueden ser tomadas si somos conscientes de que la violenta no es la más oportuna? ¿Si no encontramos una estamos seguros de que la raza humana tiene motivos suficientes para seguir existiendo?
ANEXO
Parte I: Nocturama (Bertrand Bonello, 2016) vs. Elephant (Allan Clarke, 1989)
—
Parte II: Diferentes actos, diferentes tiempos, manera similar de caer
La muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793
EL FIN DEL MUNDO COMO OBRA DE ARTE. EL MUNDO ES UNA FIESTA. (¿Qué pasó fuera del centro comercial de Nocturama?) / O EL DÍA QUE MILLAN ASTRAY ME FUSILÓ 50 AÑOS DESPUÉS DE SU MUERTE
Danzas africanas por las calles del centro mientras un catedrático en Historia que grita «Ya nadie escribirá sobre nosotros» se tira desde lo alto de una iglesia. Cientos de personas tienen sexo en una plaza pública mientras se proyecta en cuatro mega pantallas una y otra vez Vase de noces. En Ortigueira siguen de Rave. El islamismo fundamentalista toma el poder en Francia por la vía democrática y Houellebecq es elevado como el último profeta. Sonríe con su sonrisa de víbora inteligente mientras se recoloca la parca y chupa su cigarro y dice:
«Humanos, paletos»
Y un ángel se lo lleva hacia arriba.
Miles de niños son reunidos en un gigantesco polideportivo con la excusa de que un ‹youtuber› va a lobotomizarles el cerebro pero ante la atónita mirada de los críos no puede evitar reprimir su deseo más inconsciente y susurra al micrófono que «los reyes magos ¡NO existen!». No puede evitar que el in crescendo de los gritos reviente sus tímpanos cuando abre la puerta trasera del escenario para huir de la estampida.
JA
JA
Bonello peta el
Centro
De París
Paranoicos y obsesivo-compulsivos encarnan la última batalla que decidirá si gana el bien o el mal pero los compulsivos se dedican a contar baldosas una y otra vez y los paranoides huyen en dirección contraria.
En Ortigueira…
En Ortigueira siguen de Rave y los intelectuales siguen tomando café y fumando mientras se ríen con sus coderas y con sus dientes amarillos.
El catedrático de Historia impacta contra el suelo.
Yo vuelvo a fantasear con que aparezco en la estepa de Siberia desnudo y una multitud de rusos me lapidan y mancho de sangre la nieve PERO mi muerte redime los pecados y elimina las tensiones Oriente-Occidente logrando la paz mundial por un instante.
Directores corren con sus cámaras pero no graban nada porque ya nadie podrá verlo de manera que solo contemplan los monitores.
Solo dos ingenuos hacen su último ‹selfie› besándose ante el caos y enviándolo a una red metafísica de datos etéreos para que en el futuro sepan lo felices que fuimos haciendo una revisitación postmoderna de la pareja de Pompeya.
Franco: ¡Apunta y dispara a ese necio!
Millán Astray: ¡Sí, Señor! Viva la fuerza muerte a la inte…
Hinca su fisil en mi culo y lleva los dedos al gatillo:
—¡In-su-rrecto!
PUM
Muero.