No es habitual empezar un texto con afirmaciones tajantes, pero permítanme, tras el visionado de Nocturama, concluir que Bertrand Bonello es sin duda alguna uno de los cineastas más importantes de lo que llevamos de siglo. Claro está que dicha conclusión no se sustenta solo por la impresión generada por su último film, sino que viene a concluir una evolución, una depuración y reinvención estilística, que viene ya desde Casa de tolerancia (L’apollonide), que convierte al director francés no solo en autor reconocible, sino en un orfebre de la coherencia, la limpieza y la planificación meticulosa de cada uno de sus films. Si añadimos a ello la capacidad de adaptación, de aportar variables, en función del mensaje transmitido concluimos que estamos ante un momento de excepcionalidad cinematográfica que necesita ser remarcado.
Nocturama, reconozcámoslo, se presenta bajo el aparato propagandístico de la polémica, de su presunta amoralidad, de su vocación provocativa. Pero, ¿es esto realmente así? No cabe duda que estamos ante un film cuyas connotaciones políticas y su mensaje interpretable desde puntos de vista diferentes incitan al debate, incluso al acaloramiento en su defensa o en su contra, pero lejos de quedarse en meros fuegos de artificio o en pose de ‹enfant terrible› gastando una broma pesada, Bonello construye de manera milimétrica todo este entramado de rabiosa actualidad. Por tanto, lejos de entrar en temas de ética o moralismos cabría tomar una cierta distancia, una frialdad lo más objetiva posible y tratar de diseccionar el calibre cinematográfico más allá de la ideología subyacente en el metraje.
El film arranca de la manera menos “bonelliana” posible, entre silencios, fragmentación y planificación detallada. Un ‹tour de force› (casi) silente donde asistimos a como se gesta un atentado. El plano detalle de las manos pasando objetos o las miradas repletas de sobreentendidos, los planos faciales inexpresivos, la obsesiva persecución de los personajes en los transportes públicos nos transportan de inmediato al universo de cineastas tan dispares como Michael Mann, en cuanto a la ejecución precisa y detallista de un golpe, o a Robert Bresson en la forma de retratarlo. Algo presuntamente alejado del manierismo acostumbrado de Bonello. Sin embargo no estamos ante un mero ejercicio de estilo, al igual que los actos de los protagonistas estamos ante un medio para un fin. Y así si los jóvenes protagonistas del film pretenden hacer algo tan francés como convocar una revolución, despertar a las masas al respecto de una sociedad de valores decadentes. Bonello usa esta larga introducción para preparar el terreno, para insertarnos a continuación en un universo estilístico conocido que hará confrontar, a modo de espejo, las contradicciones surgidas de los actos acaecidos.
Y es que Nocturama puede que ponga en tela de juicio las motivaciones tanto del terrorismo —¿o es guerrilla urbana?— como de la actuación de los cuerpos policiales del estado, pero sobre todo hace hincapié en la situación de desconcierto moral y de pérdida de valores en la que está sumida un Francia en clara decadencia. Nocturama se recrea en las contradicciones, en esos maniquís vacíos de consumismo compulsivo contra los que hay que rebelarse pero que irónicamente nos reflejan a cada instante. Nocturama está llena de elipsis, recovecos oscuros, pasillos laberínticos y construcciones a medio hacer, metáforas de estados de ánimo, de ideología gritada pero no sentida, de una vocación revolucionaria inconclusa y en el fondo sin objetivo.
Así pues el film de Bonello pone el foco precisamente en la incapacidad de centrar el foco en los objetivos y sus motivaciones, de la perversión y degeneración de cosas tan absolutamente franceses como el ideal revolucionario (o el respeto por los derechos humanos violado impunemente por la policía). Es en este sentido que la omnipresente tonalidad mate del film, solo truncada por los fogonazos brillantes y secos del fuego, las explosiones y los disparos, marca el sentido final de la película que no es otro que el de ser manifiesto del estado real de las cosas. Bonello no pretende sermonearnos, ni dar soluciones, ni hacer un mitin fílmico a lo Ken Loach, no. Lo que Bonello, con precisión quirúrgica, hace es poner las cartas encima de la mesa y extender a su audiencia una invitación al debate, a la reflexión. Algo que se aleja completamente del falso guirigay montado en torno a cuestiones tan aparentes como secundarias en su film. Quizás ahí radica el sentido final de su propuesta, denunciar la querencia por el ‹headline› y pedir que investiguemos, que profundicemos en la problemática real.