La familia es siempre un ineludible filón, en especial ante esos momentos de irrenunciable importancia que marcarán el devenir de la misma. En esa tesitura se encuentra Grace, quien ante su anuncio de boda deberá hacer frente a las furtivas miradas de los Le Domas, su nueva familia de acogida. Y es que en ella el único elemento disuasorio no es la temida figura de la suegra, y la tradición, convertida en todo un reto para los nuevos venidos, puede devenir algo más que una curiosa anécdota a pie de página: también se puede transformar en el más caprichoso de los retos.
Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin, de desafortunado debut con una El heredero del diablo que fue vapuleada por crítica y público, demuestran que pueden encontrar terapia en las risas más allá del ‹found footage›, y enarbolan un fastuoso como predecible ejercicio que encuentra en Samara Weaving la horma de su zapato. No se puede decir que la fórmula presentada resulte refrescante, pero es ahí donde halla el film que nos ocupa tanto su handicap como su mayor virtud; porque, en efecto, es difícil encontrar sorpresa más allá de alguna bocanada negra surtiendo del más macabro de los modos, y aún así Noche de bodas sabe cuál es su condición, apela a ella constantemente y, desde esa postura autoconsciente, lo aprovecha urdiendo un divertimiento que, lejos de lo que pudiera parecer no se acomoda, encontrando en instantes puntuales un idóneo salvajismo que le otorga un extra al relato, y haciendo de la ya citada figura de Weaving uno de esos motores que se antojan indispensables. La australiana, que ya se había proclamado como una firme y fabulosa ‹scream queen› de nueva hornada gracias a títulos como la reivindicable Mayhem o The Babysitter, destapa de nuevo el tarro de las esencias con un personaje que parece única y exclusivamente escrito para la de Adelaide, y que por momentos insufla vida propia al film.
Pero sería injusto reducirlo todo a una actriz que continúa maravillando en el más terrorífico de los periplos, pues Noche de bodas logra sustraer la esencia de un ejercicio donde la comedia no prosperaría sin ese contrapunto salvaje y una negrura que confiere las pinceladas idóneas a su afilado ideario. De este modo, y si bien la propuesta en más de una ocasión queda anclada a su versión más funcional, donde se asume la carcajada como un todo, y el horror toma la senda más primaria —aquella en la que el volumen y los latigazos de violencia, por momentos muy aferrados al ‹grand guignol› que parece querer desperezar la propuesta—, los cineastas dotan de tanto en tanto al conjunto de la descarga forzosa como para, sin salir de sendas predeterminadas, ofrecer al menos nuevos estímulos a Noche de bodas, todo ello evitando huir de códigos prototípicos que, por qué negarlo, no restan eficacia al film.
Y quizá en ese sentido, el de acudir con constancia a esa ya citada faceta más funcional, es donde Noche de bodas pierde realmente la posibilidad de aspirar a más. Ello, como es obvio, no implica que estemos ante una cinta fallida o errática, pues al fin y al cabo funciona desde casi todos los frentes que aborda, tanto en su dinámica y vivaz narrativa, como en los estallidos sanguinolientos que terminan por dotar al trabajo de Gillett y Bettinelli-Olpin de aquello que precisamente busca el espectador medio, y con que sus creadores parecen estar conformes; limitaciones que no convierten, ni mucho menos, en desdeñable la propuesta que nos ocupa, y es que… ¿desde cuándo perderse entre litros de hemoglobina y una buena ración de risas resultó algo que no mereciera la pena?
Larga vida a la nueva carne.