No te quiero nos sumerge en la imagen de una Rusia deprimente, sucia y, en cierto modo, sórdida. La “otra” Rusia, un páramo desolado que sirve como constructo a la debutante Lena Lanskih para cimentar un relato que va más allá del estrato social que se podría deducir tanto de su puesta en escena como de ciertos apuntes; y es que, mientras la cineasta parece asentar su mirada en un terreno desde el que encauzar temas que nos podrían llevar del rol femenino en una sociedad eminentemente patriarcal —a destacar, pese a lo forzado de la misma, esa secuencia en familia y las miradas inculpadoras sobre la protagonista— a la representación de una comunidad cuya condición habla por sí sola, el vaivén de emociones que recorre el periplo de la jovencísima Vika, de 14 años, bien podría asentarse en el campo de la ‹coming of age›: de esa angustia acechante por la situación vivida, a una sonrisa coartada por su madre en público por aquello del qué dirán, pasando por reacciones más propias de una adolescente de su edad que de alguien afrontando una insólita tesitura.
Lanskih aúna de ese modo bajo un mismo relato distintas vertientes que otorgan al film una sugerente voz azuzada, además, por el trabajo de la realizadora, capaz de dotar de un revestimiento casi genérico ciertas secuencias que refuerzan, de alguna manera, esa sensación de desconcierto en la que se verá inmersa Vika; construcciones —como ese instante de la protagonista persiguiendo a su madre en busca de una explicación, o la escena del tren— que apelan a lo formal y encuentran en ambientación y montaje soluciones para acercar la aparente parcela dramática a un dominio pesadillesco que define con mayor concisión el trayecto emprendido por Vika desde su ya definitoria secuencia germinal.
Partiendo de una narración un tanto desigual, donde recomponer esa suerte de rompecabezas de personajes, situaciones e, incluso, emociones, formará parte del recorrido del espectador, No te quiero posee ideas y la fuerza necesaria para que su consecución en pantalla no caiga en terreno baldío —volviendo, por ejemplo, a ese sondeo inquisitorio por parte de su familia a Vika, y lejos de si se puede sentir artificial en menor o mayor grado ese pasaje, Lanskih lo refuerza desde un acertado sentido atmosférico—.
No obstante, las virtudes de un conjunto que orbita principalmente entre el (las veces) desgarrado testimonio de la (también) primeriza Olga Malahova y el dominio de la cineasta en una parcela que, por suerte, no cede sus aptitudes ante la ambientación —cuando se podría haber incurrido en ese error—, se desvanece en parte al buscar de modo demasiado forzoso puntos de fuga a través de escenas cuya consecución no otorga una incomodidad ya presente en el metraje, sino más bien logra que el espectador se cuestione los cimientos de un universo que termina prefiriendo, en parte, transgredir a confiar en la construcción de una obra con el potencial suficiente como para obtener el resultado pretendido.
Ello no empaña ni mucho menos las cualidades de un film que parece tener claras las consignas sobre las que pivotar, y que de no ser por un proceso de escritura en ocasiones temerario, cuando no obvio —por aquello de extrapolar ciertos momentos desde los que intentar afianzar un discurso ya sugerido con mucho menos— y hasta un tanto deshonesto —en su ardid presuntamente provocador—, podría haberse concretado como una sugestiva ópera prima; un poder, no obstante, el de sugestión, que permanece intacto en no pocos pasajes, y que hacen del nombre de Lanskih uno de esos talentos a seguir, tanto por su hábil lectura en torno a un territorio ciertamente complejo, como por su desinhibido retrato de una Rusia cuyo tono áspero se puede llegar a palpar por momentos en pantalla.
Larga vida a la nueva carne.