Si bien es cierto que el nuevo largometraje de Olivia Wilde se articula sobre referentes conocidos —siendo probablemente el más notorio aquella Las mujeres perfectas (Frank Oz, 2004) protagonizada por Nicole Kidman—, también lo es que la cineasta y actriz estadounidense tiene claros los cimientos sobre los que asir un trabajo que a nivel tonal se acerca al thriller (bordeando incluso lo psicológico por momentos, como en esa estampa en el gimnasio donde atisba el reflejo en el espejo de una vecina no presente) y que basa su fuerza en un poderoso tratamiento visual —aunque en alguna ocasión el montaje no otorga a la imagen la fluidez que se parece deducir de estas, como en esos ‹travellings› alrededor de los personajes mientras conversan durante alguna de sus particulares celebraciones— y, especialmente, en un empleo del sonido que acentúa la confrontación tanto entre universos como entre géneros. Así, el aparente idilio que parece sostener esa comunidad con una forma de vida tan a priori práctica como en el fondo incómoda, acentuado mediante una banda sonora casi omnipresente, encuentra una nueva e inquietante realidad cuando la protagonista, Alice (a la que da vida Florence Pugh), enfrenta nuevos y desconocidos escenarios desde los que cuestionar los límites del mundo en el que vive en situaciones seguidas de un silencio que describe esa disyuntiva y solo se rompe ante las réplicas de Jack, su marido, intentando quitarle de la cabeza ideas que no parecen tener cabida en la mencionada comunidad.
En ese sentido, Wilde equilibra formalmente los pormenores de un relato conocido, que por momentos se transforma en ‹déjà vu› o, cuanto menos, extensión de otros similares, pero que tiene la habilidad de contrastar a través de una narración sin dobleces —quizá su debe, y consecuencia de realizar el film bajo unos parámetros que apelan a un cine no tan desprejuiciado como el de su debut—, pero sí con la suficiente pericia como para dotar de una agilidad necesaria a la crónica expuesta. Es en esa claridad de ideas un tanto prístina donde No te preocupes querida halla su gran baza lejos de la exploración de un microcosmos que aporta los suficientes matices como para que la cinta no se desvíe de sus intenciones: algo que otorga direccionalidad, pero sin embargo reduce las probabilidades de riesgo, de concretar una atmósfera que se termina sabiendo más perturbadora de lo que en realidad refleja, pero se diluye entre pasajes más acomodaticios, que huyen de la posibilidad de explorar otras tonalidades.
No te preocupes querida no es por ello, ni mucho menos, una propuesta desdeñable: al fin y al cabo en su terreno, el del entretenimiento de vago calado, se mueve con decisión e incluso es capaz de concretar secuencias —ese baile como si de una marioneta se tratara, de Jack, una vez asumido su nuevo puesto, que funciona más desde su faceta figurativa que por cómo elabora más imágenes que lo componen, un tanto desaliñadas— que otorgan un plus al film, y junto con las interpretaciones de Florence Pugh y Chris Pine —más quizá por cómo se amolda al papel que por sus prestaciones en el terreno— saben aportar cierto carácter a la narración. Con sus defectos —véase el forzado personaje que precisamente interpreta Olivia Wilde, o algunas concesiones más de cara a la galería que no enriquecen el conjunto y sólo sirven para alimentar una faceta más lúdica, pero en cierto modo banal, relativizando su discurso—, el nuevo trabajo de la neoyorquina se siente competente y se adentra en un terreno que, sin madurar, cuanto menos glosa la mirada de una cineasta cuyo potencial se antoja mayor de lo que un buen pasatiempos como el que nos ocupa sugiere.
Larga vida a la nueva carne.