José Luis es profesor de autoescuela. Durante una clase sufre un ataque de tos que vaticina algo peor. Tras un desmayo, días más tarde, es ingresado en el hospital. Blanca, su hija, avisa a Carla, la pequeña, que vive en Barcelona. Ella trabaja como una ejecutiva de ventas exitosa, independiente y agresiva. La hermana viaja hasta Almería para cuidarlo junto a Blanca y conocer el alcance de la enfermedad de su padre.
Parece insólito abordar una película como la ópera prima de Lino Escalera desde la perspectiva del cine marginal. Digo que lo parece porque de hecho es una producción modesta, basada en un guión sólido pero espontáneo, apoyado en el trabajo dramático con el elenco. Un producto visual que sucede en interiores y exteriores naturales. Los materiales que la sustentan son propios de la industria independiente, o quizás de esas películas de presupuesto mediano que se mantienen de milagro en la cartelera, frente a productos ejecutados con más dinero y que juegan sobre seguro. El film ya recibió cinco galardones en el Festival de Málaga de 2017 y tiene buena consistencia para resultar una de las sorpresas actuales como fenómeno de las recomendaciones entre el público que pase a verla por salas. Ojalá no me equivoque en estos vaticinios porque posee suficientes razones para verla.
Parte de un guión ideado en el argumento por Lino Escalera y coescrito con Pablo Remón, guionista que ya había destacado en Cinco metros cuadrados y El perdido entre otras. Un libreto con una infraestructura narrativa que se depura al ver en pantalla exclusivamente los diálogos, miradas y acciones de los personajes, sin que nos falte información sugerida o elipsis personales de todos ellos que podamos completar por sus reacciones y comportamientos. Un trabajo rico en naturalismo y capacidad evocadora sin recurrir a ninguna pedantería, actitudes artificiales ni situaciones extravagantes de la familia que retrata. El director junto a su reparto se hacen partícipes del guión que tienen entre manos y se lanzan a encarnar Nathalie Poza como Carla, un témpano de hielo a primera vista que se refuerza en los pliegues de su mirada, silencios, réplicas, arrebatos y esa actividad constante, esa huida siempre hacia delante. Una protagonista que vampiriza junto a Juan Diego como padre universal, tan creíble como el de muchos espectadores, distante, sereno, nervioso, mandón, responsable y comprensivo en su ocaso. Unidos a esa fuerza maternal que irradia Blanca, una mujer débil y necesaria, resolutiva, sensible, abordada en secuencias contadas, que deja ganas de conocer más sobre ella por su cercanía y ambiciones futuras, casi tanta curiosidad que se podría plantear un nuevo largometraje a partir de su personaje. Conviene recordar que a ellas y él se unen caracteres más secundarios pero nunca dejados al azar, defendidos con la relevancia del texto y la injusticia del tiempo en pantalla en el caso de Pau Durà como el marido de Blanca y su hija, interpretada por Sandra Fernández. Miki Esparbé como compañero de trabajo de Clara y Oriol Pla como un joven ligue, además del resto de episódicos.
Lino Escalera es un director forjado en televisión desde la trastienda de los ayudantes de dirección. Su carrera de más de veinte años se prolonga con la realización de publicidad y capítulos para series. Toda esta experiencia lo deja en la posición de principiante totalmente experimentado, con el suficiente conocimiento del mundo audiovisual como ya manifestó en sus cuatro cortometrajes previos. Porque lo más estimulante de No sé decir adiós, si se permite este inciso largo, un título muy bien justificado por la historia y los dos personajes principales, a pesar de sonar a una canción o novela romántica. Retomando lo comentado, lo mejor del largometraje es su integridad cinematográfica. El cineasta dinamita el estilo audiovisual televisivo más propio de series y telefilmes mayoritarios en los que ha forjado su profesionalidad. Escoge un formato panorámico que ocupa toda la pantalla aunque los puntos de interés se centren en uno de los tercios laterales o en la zona central en muchas escenas. Otorga un ritmo medido en la duración de los planos y secuencias, una puesta en escena óptima, fuera del dinamismo y frenesí sin sentido de la mayor parte del cine comercial. Demuestra un uso inteligente, fresco e intrigante del fuera de campo, sin recurrir a socorridos insertos ni a planos que muestran las razones de la reacción de los personajes. A estos tampoco los relaciona por el plano/contraplano habitual, salvo en los casos estrictos que definen psicológicamente su atracción o rechazo. Los encuadra en varias ocasiones de espaldas o en escorzo, con un ángulo o algún reflejo en un cristal o en un espejo, que dejen contemplar sus sentimientos. Demuestra que algo tan poco usado en la actualidad como los fundidos a negro, secos y breves, todavía sirven como matiz narrativo para tomar aire. Y por encima de todo confía en la emoción que dan unas incursiones musicales muy sutiles y rápidas. En la energía vital de un reparto volcado en el miedo a la muerte, con la renuncia al dolor. En Clara, enajenada, inconsciente, que camina con determinación por el pasillo del hospital mientras se encoge el corazón del público.