El primer aspecto que puede chocar al espectador despistado en la nueva película de Pablo Larraín es su aparente desidia formal, su look aparentemente improvisado. En estos tiempos dominados por la alta definición, por la sobresaturación visual a 1080p es relativamente fácil caer en la tentación de achacar a NO cierta dejadez en ese aspecto, podría pensarse que el director chileno, siguiendo los cánones del llamado “cine político” hubiera despreciado el “cómo” contar algo para privilegiar el “qué” es lo que se cuenta, siguiendo la senda de otros directores que han abonado ese terreno, léase Costa-Gavras, Ken Loach o Gillo Pontecorvo. En este sentido no nos queda otra opción que negar la mayor, la elección del U-matic 3:4 como formato elegido para narrar la historia de NO, no sólo consigue algo poco frecuente en las películas que alternan filmación actual y material de archivo, es decir, que ambos contenidos empasten y el maridaje resulte tan completo que no podamos diferenciar cuando estamos viendo uno u otro sino que también su tono mate y sin brillo, pervertido por la inexorable decadencia que otorga la pátina del tiempo, resulte especialmente adecuado para describir una época afortunadamente superada, dónde el brillo y la alegría tampoco podían mostrarse en su esplendor, secuestrados ambos por el autoritario régimen del General Augusto Pinochet, regente del país andino al sustraer el poder de la república democrática que presidía Salvador Allende tras un sangriento golpe de estado el 11 de septiembre de 1973. Así pues cualquier duda en este aspecto queda resuelta, Larraín elige conscientemente un forma y ésta encuentra justificación tanto en lo narrativo como en lo formal.
Tampoco parece arbitrario que NO elija como tema central la campaña publicitaria del mismo nombre en el plebiscito que, en 1988, debía decidir la continuación del dictador Pinochet al frente de la jefatura del estado. Al igual que René Saavedra (Gael García Bernal), ideólogo y director de dicha campaña amén de protagonista de la película y alter ego del propio Larraín en la misma, huye del revanchismo político y de atizar los innegables crímenes de la dictadura, no porque no crea en ellos sino por intuir que el futuro y la alegría son armas más poderosas para lograr sus objetivos, el director de Post mortem también abandona la sintaxis de la denuncia más descarnada por acogerse a la socarronería y a la mirada irónica. El humor negro nos sirve así para aligerar la digestión, habitualmente complicada y con tendencia a producir ciertos ardores, de la crónica histórico-política y a que, una vez más, el tema de fondo de la cinta y la propia mirada del director formen un conjunto coherente y homogéneo, dos vasos comunicantes con una misma función, transmitir un mensaje sin olvidar que el espectador debe divertirse en el proceso.
Con todo esto habrá quien pueda pensar que quizá el pecado de NO pueda ser el de la frivolidad o la ligereza, nada más lejos de la realidad, todo lo que debía ser mostrado está ahí y el espectador poco conocedor de este oscuro periodo de la historia de Chile saldrá de la sala con una idea más o menos completa de lo que supuso, así como de los movimientos que le dieron origen y fin. No sólo eso, sino que partes de su desencantado final nos traerán a la memoria clásicos como Los siete samuráis recordándonos que muchas veces la euforia del triunfo nos hace olvidar a aquéllos que lo hicieron posible, que los individuos que los impulsaron son muchas veces dejados atrás ante el arrollador paso de los hechos que forjan la historia.