La del pequeño salvaje es una de esas ideas ya exploradas con anterioridad en el universo cinematográfico, y si a principios de los 70 era el mítico François Truffaut quien daba forma a la historia real de Víctor de Aveyron, ahora el serbio Vuk Rsumovic se vuelve a nutrir del mismo concepto en No One’s Child aunque con una diferencia: dirigiéndose, en lugar de al s. XVIII donde se ambientaba el relato contado por el cineasta galo, a finales del pasado siglo, concretamente desde los últimos coletazos de los 80 hasta los primeros pasos del conflicto entre Serbia y Bosnia.
Una escena en las profundidades del bosque basta a Rsumovic para advertirnos de los orígenes del protagonista: su naturaleza, un instinto animal que no le abandonará a partir de entonces, queda reflejada en un momento tan fugaz como definitorio. Desde ese instante, su llegada a un centro de menores servirá a Rsumovic para tejer una parábola cuyo carácter no es puramente sociológico como se podría deducir: lejos de armar un relato donde aquello relacionado con la comunidad y su interacción con Pucke, el protagonista, tenga un efecto causal sobre su conducta, el serbio prefiere centrar su atención en las relaciones que entabla. De este modo, el individuo y su condición se erigen como armazón central para observar el paso de Pucke por una sociedad atípica, la de ese centro donde es difícil deducir una jerarquía. Es quizá esa carencia de un modelo elemental lo que dota de una constante mucho más sugerente al trabajo de Rsumovic, pues lejos de escudarse en el rechazo manifiesto que se produciría al introducir a un individuo como Pucke en cualquier entorno humano, e incluso de hallar en una comunidad con roles la complexión de un sujeto alejado de esas representaciones, prefiere emprender una búsqueda que se antoja interna, propia, pero que sin embargo precisa de ese factor humano para avanzar, para desvelar que el carácter animal de Pucke es mucho más que algo inherente, es también una esencia a través de la que comprender lo social, lo individual, desde otra perspectiva, e incluso decidir una distancia.
Así, y a través del periplo emprendido por el joven protagonista, es como traza el serbio una alegoría que no se constata sencillamente mediante el relato, y que encuentra en el simbolismo de determinadas imágenes un pilar esencial para continuar estudiando sociedad e individuo desde un prisma que se aleja en alguna ocasión de su condición intrínseca. No por ello la prístina mirada en torno al devenir del protagonista pierde fuerza: más bien complementa una descripción psicológica que se aleja de su carácter instintivo y animal. Un carácter que, por otro lado, Rsumovic tornea con dosis de perseverancia hasta llegar a un punto de no retorno: aquel donde Pucke comprende la naturaleza indisociable de su ser e incluso la lejanía para con un carácter, el humano, que desde sus concienzudas y premeditadas imperfecciones huye de una concepción que precisamente debería delimitarlo como tal. Pero No One’s Child dista de entablar un diálogo propenso al extremo con el espectador, y en lugar de ello se sirve del contexto como pieza idónea para continuar redondeando un relato cuyas aristas dotan de una firmeza especial al film.
Pero la ópera prima de Rsumovic constituye una pieza que va más allá de sus virtudes individuales, y es capaz de cohesionar ese discurso certero e incómodo con la fuerza de unas imágenes que no se resume únicamente por su belleza y el espíritu de una crónica ineludible. El serbio no se conforma con atisbar con una claridad absoluta los objetivos de un film auténtico, que se clava como una espina determinando la crueldad y egoísmo de una especie ante la que no parece haber respuesta posible, lejos de la más dolorosa declaración de intenciones reflejada en un simple y esclarecedor gesto de vuelta a aquello de lo que algún día formamos parte, pero ha quedado desvanecido ante una caprichosa respuesta de aquello que ya no atañe sólo al propio individuo.
Larga vida a la nueva carne.