No existe mayor drama que sobrevivir a lo cotidiano. Nir Bergman se aferra con fuerza al drama que cualquiera podría sufrir un día cualquiera, uno intenso que capear como buenamente se pueda, uno de lágrimas que ruedan silenciosas por la cara pero que no invita a los sollozos descompuestos. El drama que te afecta a ti, por estar vivo, sin demasiados aspavientos.
Ya en su debut, supo fijar su mirada en la familia, pero no necesariamente afianzar la historia a una familia común, significa que vaya a ser simplista. Una joven con alas negras corre enfadada con su madre por romper una de sus grandes oportunidades, significativa escena que nos lleva directamente a esas “alas rotas” que sugiere su título—Broken Wings fue como se conoció internacionalmente su película de 2002—. Dramático hecho para una adolescente, sí, pero solo la punta del iceberg de un drama que subraya el tema social sin apartarse de esa danza que mantenemos con los miembros de esta tribu.
Una madre, viuda y con cuatro hijos de personalidades arrolladoras, que realiza complejos malabares para mantener su trabajo y los ojos abiertos, nos habla directamente, entre ojeras y pequeñas sonrisas si encuentra algún respiro, de pura supervivencia. No la que venden tan bien en el cine americano con una casa inmensa y niños con miles de actividades extraescolares que parecen criarse solos. Hablamos de la supervivencia instintiva, esa que irradia una mínima tristeza en el cine europeo, pero con pequeñas ínfulas de humor que descargan esa tensión acumulada.
De múltiples edades y dispares intereses, nos adentramos en apenas un par de días de los hijos, justo al inicio de la etapa escolar, aflorando sus relaciones con el entorno, con la escuela, con sus hermanos y con el tema silente y conflictivo: el duelo. Una pérdida de la que no distinguimos un tiempo exacto, sobrevuela el humor de todos los integrantes de esta casa, todos extremadamente inteligentes y por ello abiertos en canal al dolor más silencioso. Son esos pequeños detalles que les hacen actuar de un modo impulsivo o reaccionario lo que mantiene la chispa en todo momento. Pequeñas trastadas, frases lapidarias y continuos cambios de roles entre hijos y madre consiguen que Broken Wings sea más cotidiana de lo habitual y no por ello aburrida o impostada. Todos se mueven con naturalidad en dos días de encuentros definitivos y decisiones no siempre acertadas.
Un accidente fortuito causa de casualidades acumulativas, llevan el caos definitivo a la familia y con ello desata una tensión propia de madres e hijos llevados a un límite para el que no están preparados, consiguiendo por parte de Bergman que no surja del espectador otra cosa que empatía al mostrarnos un relato sincero, no siempre amable pero inspirador, donde todos recuperan su verdadero lugar, aparentemente olvidado por aquello de lo que parece que no se habla como debieran.
Bergman nos invita a seguir pequeñas porciones de los personajes por separado para comprender realmente cuáles son sus intrigas. Así exploramos la naturaleza de cada uno de ellos y también del nervio con que se relacionan entre ellos, con una madre preocupada tanto por no perder su trabajo como porque sus hijos no la odien demasiado, y unos niños conscientes de su futuro pero no del todo preparados para solventar el presente.
El director abandona la idea de lo lacrimógeno, y convierte lo excesivo en fortuito, solo con la intención de convertir este pequeño desastre en una firme unión de todos ellos. Sencilla y acertada, Broken Wings sabe tratar la muerte y la pérdida con respeto y naturalidad, sin perder el objetivo de narrar un día a día que, pese a las circunstancias, nos resulte cercano y real.