Una enorme valla publicitaria se alza, destacando entre la penumbra nocturna gracias a la luz artificial que proveen las farolas de una zona urbana. No hay anunciante en ella; la totalidad de su superficie se encuentra en blanco, dispuesta a servir al mejor postor que merezca su anhelado espacio, foco de todas las miradas. Esta inteligente y premeditada estampa corresponde al plano que, lejos de la aleatoriedad, abre Nightcrawler con una precisión abrumadora que sienta, mediante un sólo tiro de cámara, las bases temáticas y argumentarles sobre las que se construye el filme, y funciona como la poderosa imagen símbolo de una obra tan fascinante como inteligente.
Este primer trabajo como director del guionista Dan Gilroy —The Fall— funciona, por encima de todo y más allá de su trama, como una brillante amalgama de retratos, situándose en primer lugar, y usándolo como marco de la historia, el de una sociedad cuyo contexto socio-político y económico ha sumido a millones de personas de todo el mundo en la desesperación, y ha potenciado hasta límites insospechados ya no sólo el ansia de poder o la necesidad de notoriedad pública que tan acertadamente representa el espacio publicitario vacante descrito anteriormente, sino también un primitivo instinto de supervivencia según el cual, llegado cierto punto, todo es válido. Es una pútrida y corrompida ciudad de Los Ángeles la que, representada como una suerte de sabana de metal, asfalto y cristal, alberga esa batalla por la auto-conservación que hace pasar a sus habitantes de ser el más insignificante de los animales en la cadena alimenticia, a encarnar a un depredador con una salvaje sed de sangre y un desprecio absoluto por el ser humano. No obstante, más allá de su cuidada y especialmente adecuada ambientación, del peculiar tono del filme, capaz de equilibrar la crudeza de su contenido con una conveniente vis cómica en forma de sátira, y de un ritmo que fluye como una montaña rusa, lo que realmente hace a Nightcrawler una obra única es su atípico protagonista.
El irrefutable magnetismo que destila el antihéroe en el cine queda definitivamente confirmado gracias a Lou; el eterno don nadie con un objetivo tan noble como éticamente dudosos son sus métodos para alcanzarlo. La construcción del personaje, al que da vida un Jake Gyllenhaal en la que probablemente sea su mejor interpretación hasta la fecha, consigue la complicada meta de hacer conectar al espectador con un, a priori, monstruo carente de moralidad, y mantenerle al filo de la empatía a cada secuencia. No importa cuanto se aleje Lou de la línea que nuestro código moral preestablezca; estamos con él, celebramos su éxito. Esto es mérito de la labor de Gilroy como narrador al hacer al entorno que rodea al personaje más despreciable que sus acciones mediante una demoledora crítica al amarillismo de los medios de comunicación norteamericanos, y al omitir el juicio sobre las acciones de su protagonista, dejando al público esa tarea, y convirtiendo Nightcrawler en un producto particularmente disfrutable, que nos da el inusitado privilegio de explorar la parte más oscura de nuestro ser sin ser apuntados en ningún momento por un dedo acusador.
Nightcrawler es, además de una extraordinaria película, una minuciosa, controvertida y demoledora representación de nuestro tiempo. Uno de esos filmes destinados a perdurar en la memoria y, con el paso de los años, terminar recibiendo el reconocimiento que merece ya no sólo como pieza fílmica, sino como elemento esencial para reconstruir un periodo histórico como es el actual. Imprescindible.