La noche es corta para cualquiera… menos para Masaaki Yuasa. El nipón, autor de uno de esos hitos de la animación japonesa de su país cuando realizara en 2004 su ópera prima Mind Game, vuelve a la realización en solitario más de una década después, y para ello arma otro de sus juegos narrativos donde es capaz de dilatar y expandir el tiempo a su antojo armando otro de esos dodecaedros existenciales indescifrables.
Night is Short, Walk on Girl arranca como un vendaval de frescura y diversión: personajes trastornados cuya razón de ser es mayor de lo que parece, situaciones desacharrantes que invitan a la carcajada y un carácter gamberro que tan fácil lo tiene para apoyarse en la revolución que proponen sus imágenes como en el inabarcable estilo de un autor al que sólo cabe calificar de inigualable. Pero esa etiqueta que no pocos le adjudicamos a Yuasa no surge por inicios como el de su segundo largometraje —algo (esa suerte de enajenación fílmica) que tan bien conocen otros cineastas japoneses de su generación, capaces de explorar esa vena trastornada que en tantas ocasiones hemos disfrutado—, sino por la indómita (re)formulación de un cine que no entiende de caminos o líneas, y atesora en su absoluta libertad creativa una de sus principales virtudes. Algo que en manos de cualquier otro sería potencia sin control, pero para el autor de Mind Game se erige como ente vertebrador y define unos preceptos que ni siquiera estoy seguro de que puedan ser llamados así en sus manos.
De arrollador talento visual y una narrativa desbordante, que queda impresa tanto en sus momentos de (teórica) calma chicha como en esos torbellinos argumentales que parecen remitir a mil y un escenarios pero en realidad sólo se ciñen a uno —el inimitable marco fijado por un universo que es capaz de generar vértigo por su aparente descontrol como provoca risotadas a través de la génesis de un espacio creativo en la que lo más fácil es perderse—, Night is Short, Walk on Girl continúa con esa exploración de unas aptitudes que no distribuye desde la excentricidad, sino mediante esas capas y dimensiones forjadas por Yuasa, capaces de desarmar a cualquiera.
Es probable que en ese viaje sin brújula uno se pierda más de lo esperado, y que entre la capacidad de síntesis y el absoluto (des)control expositivo en ocasiones el film se antoje volátil, como si fuese más fácil desconectar que seguir un ritmo indomesticable, pero tan cierto es ello como que resulta imposible olvidar esas impagables borracheras dignas del mejor Hong Sang-soo, esas descabelladas misiones o retos en los que lo único seguro es el progresivo enloquecimiento de sus protagonistas y, en definitiva, ese particular microcosmos al que apelar cuando la razón ya no es algo suficientemente poderoso como para afrontar un film. Nimiedades sin las que uno no comprendería porque es precisamente tan grande el cine de Masaaki Yuasa: espectaculares escenarios tintados de vida y alma —aunque esa vida se la de, en ocasiones, el alcohol—, personajes que bien podrían ser lunáticos de manual y terminan por conquistar al más pintado y una virtuosidad asombrosa que le ponen en un lugar donde no todos pueden estar… con tanto. Único.
Larga vida a la nueva carne.