Hay en la obra de Nicole Garcia cierto carácter esquivo, inconformista si se quiere, desde el que la cineasta francesa arma narrativamente sus trabajos; una forma desde la que conferir un oportuno doble sentido al relato: por un lado, matizando sus intenciones sin necesidad de subrayados o explicaciones innecesarias, y por el otro estimulando vías alternativas desde las que construir una narración contigua sin que determinados elementos se tengan que encontrar en ella obligatoriamente.
Un carácter desde el cual no sólo otorgar una configuración más sugestiva al relato, sino también encontrar formas de colindar géneros sin que resulte forzoso abordarlos ‹per se›, complementando de ese modo la naturaleza de crónicas que se enriquecen y retroalimentan a partir de elementos a priori ajenos, pero en definitiva muy interesantes en el desarrollo del eje central de la historia.
Si bien films como El adversario o Place Vendôme constituyen el máximo expositor de unos estilemas muy marcados, es quizá en su sexto largometraje donde la cineasta logra un texto más cohesionado y preciso. En efecto, ello se podría deber a que Un balcon sur la mer incurre en un procedimiento narrativo menos audaz y, por ende, más accesible: ya desde el empleo corriente durante todo el metraje de una herramienta como el ‹flashback› —algo que sucedía también en la citada Place Vendôme, pero de forma eventual—, que sin embargo sirve más como nexo de unión a un pasado que constituye uno de los fundamentos articulares del film, Un balcon sur la mer opta por un procedimiento descriptivo mucho más sencillo; y es que quizá por la concisión de sus secuencias e imágenes —como esa escena en la que Marc, el personaje principal, propone una sesión de ‹aqua gym› a su familia y la respuesta deviene en poco más que apatía, fortaleciendo así un componente habitual en el cine de Garcia, donde incide en el desencanto y vacío de sus protagonistas respecto al reducto familiar—, la cinta que nos ocupa se permite acudir con mayor facilidad a esos tropos genéricos que dotan al relato de un carácter poliédrico.
La asunción, así, de un drama de tintes románticos, se complementa con ingredientes que, afortunadamente, no cristalizan en redundantes y superfluas subtramas, sino más bien alimentan el aspecto afectivo entre sus dos personajes centrales, siendo quizá la particular naturaleza del interpretado por una magnífica Marie-Josée Croze la principal baza y desvío de una crónica que tomará cierta vocación ‹noir› en esas intrigas que parecen condicionar el periplo de Cathy. Lejos, sin embargo, de adoptar una raigambre genérica que podría apuntar incluso a De Palma —a través de esa duplicidad identitaria—, Garcia huye abiertamente de ese jugueteo resolviendo sobre un terreno mucho más fértil todas las piezas insinuadas por ese sugerente flirteo.
El pasado se alza, en ese sentido, como una etapa que conciliar para poder afrontar el presente: una idea que ya surgía en Place Vendôme —con la que Un balcon sur la mer guarda no pocas conexiones— a través del personaje interpretado por Jacques Dutronc, y que en el film que nos ocupa adquiere una madurez desde una confrontación de lo más interesante. Nicole Garcia expone así la voluntad de una obra que encuentra en su concisión la mayor de sus virtudes: no tanto por puntualizar una narrativa mucho más sinuosa en trabajos anteriores, sino por encontrar la cohesión de un tono cuyas bifurcaciones quizá no poseen la capacidad de rellenar tantos huecos y dotar de un carácter más sugestivo al relato, pero otorgan la capacidad de ofrecer una reflexión tan repleta de matices como ya lo eran sus anteriores propuestas.
Un balcon sur la mer resulta, en definitiva, la maduración de un estilo con mucho trayecto por recorrer, sabiendo encontrar espacios esenciales para que aquello que podría suponer un desvío —su proclividad al ‹noir›—, termina deviniendo la simbiosis idónea a partir de la cual afrontar un terreno con muchas variables por explorar desde esa inusitada perspectiva.
Larga vida a la nueva carne.