El país de los sordos arranca con una coreografía (paradójicamente) sonora en la que cuatro personas parecen realizar el ensayo, ante sus partituras, de una orquesta para sordos. Un breve apunte del mundo en el que nos sumergirá Nicolas Philibert a continuación, pero asimismo un espacio desde el que diluir esos prejuicios y limitaciones que parece imponer la sociedad ante esa discapacidad auditiva —de hecho, uno de los entrevistados a lo largo del metraje, explica cómo hubo y aún hay (esto, allá por los 90, fecha de la que data el documental, esperemos que ya haya quedado en un pasado distante) escuelas en las que está prohibido el lenguaje de signos—. Porque si bien en el largometraje realizado por el cineasta galo que ahora regresa a cines con En el Adamant, la ganadora del Oso de Oro en la última edición de la Berlinale, expone en ocasiones las barreras y trabas que pueden surgir en el ámbito comunicativo o adaptativo de esa discapacidad —como bien expone un testimonio que dice que cuando se puso el audífono percibió su entorno con extrañeza y rechazo debido a los numerosos ruidos, renunciando a usarlo de nuevo—, también busca normalizar de algún modo, a través de esas experiencias, un mundo que los “oyentes” —que es el término empleado para referirse a quienes no padecen esa minusvalía— podemos percibir con el mismo asombro, pero que en realidad no se diferencia en nada más allá de la comunicación: las imágenes que filma y expone Philibert siguiendo a los protagonistas de una boda, esa despedida en el aeropuerto o una Navidad cualquiera con Papá Noel incluido así lo manifiestan, logrando que la inmersión realizada por el galo explore los recovecos de un universo que se percibe desde una perspectiva prácticamente homogeneizadora.
En ese aspecto, cabe destacar la labor de un cineasta que precisamente aborda desde el naturalismo todo aquello que capta con su cámara. De hecho, en el uso del encuadre, empleando por lo general planos medios o primeros planos, se halla sin duda la virtud de una mirada que no busca orientar la del propio espectador, sino más bien retratar una realidad tal y como la percibe, sin adulterarla —algo que también se advierte en la ausencia total y absoluta de cualquier tipo de sonido o música que no sea diegética—; incluso en las entrevistas todo es visto desde una mirada documental usual que no por ello plana: más bien al contrario, casi se podría establecer un vaso comunicante entre la labor didáctica que ejercen esos maestros intentando enseñar a los niños de un colegio como articular sonidos y palabras y la forma en cómo Philibert rueda, pues en ella se refleja un valor pedagógico cuyo sentido específico dota a El país de los sordos de un valor añadido, lejos de lo que pudiera parecer.
La obra de Philibert, más conocido por su largometraje Ser y tener, ganador del premio a Mejor documental en los Premios del Cine Europeo, encuentra desde ese prisma un equilibrio entre los extractos donde seguimos a esos niños intentando aprender, las circunstancias descritas por los distintos testimonios que recoge el cineasta e incluso el seguimiento de un periplo que nos lleva al propio hogar de algunos de esos niños, en el que podemos observar la relación y comportamiento con sus padres. De este modo, aquello que podría haber devenido en un mero anecdotario, cobra una dimensionalidad totalmente distinta en manos del realizador, enarbolando un retrato que va más allá de algunas de las interesantes situaciones que se describen en las entrevistas y que, de algún modo, derriban esas barreras (auto)impuestas por la sociedad, logrando que ese singular país al que hace alusión su título no sea sino un otro modo de percibir una existencia para la que no existen barreras, pues a fin de cuentas todo reside en el acto comunicativo, algo que dilucida ese maestro al contar cómo había soñado con tener un hijo sordo para poder establecer una correspondencia más fluida. Hecho que, por otro lado, no deja de evidenciar una distancia, que sin embargo atenúa el modo de poder interactuar con el mundo y, al fin y al cabo, hacerlo en las mismas circunstancias. No parece, pues, haber barreras para un Philibert que despide su documental de un modo parecido al que lo hacía en Ser y tener: estableciendo un vínculo entre esos maestros y sus alumnos que definitivamente alcanza su culmen en la emotividad que dice sentir uno de los profesores en esa despedida momentánea, dilucidando de ese modo una humanidad que impregna casi sin que nos demos cuenta el metraje de El país de los sordos.
Larga vida a la nueva carne.