Guillem Agulló fue asesinado por sus ideas y por eso un grupo de neonazis lo mataron. Guillem Agulló fue asesinado, pero no su memoria y tampoco aquello por lo que luchaba y defendía. Esta es la idea, la base sobre la que pivota Ni oblit ni perdó (Ni olvido ni perdón), el huir de lanzarse a hacer una biografía al uso y dejar que sea aquello que pervive lo que define la lucha.
Para ello nada mejor que hacer de tu film una elipsis absoluta de todos los hechos. La memoria de Guillem está en los ojos de su familia, en los recuerdos no verbalizados de sus amigos, en el dolor de su hermana al mirar los objetos de su habitación, en cada pintada reivindicativa. La idea es hacer de Guillem no un mártir sino un tótem, una presencia continua que flota en el imaginario colectivo. Una presencia que al no ser física se convierte en indestructible.
A pesar de que los hechos transcurrieron en un lugar concreto y de que nos trasladé allí la acción, la voluntad es la de sumergirnos en una especie de no-lugar, en un espacio real pero que podría ser cualquier sitio. Lo importante es transmitir que el contexto lo es todo pero que no se puede definir con un nombre geográfico.
Y es que los espacios de homenaje conviven por desgracia con aquellos que pervierten la memoria a base de sabotearlos. Por ello hay que agradecer la honestidad de Jordi Boquet, director del film, por no esconder esta realidad, ese otro recuerdo con el que tienen que convivir amigos y familiares. Quizás es precisamente en este aspecto donde Ni oblit ni perdó sabe crear una síntesis de manera más perfecta al resumir todas sus intenciones y todas las luchas que quiere reivindicar a través de un muro mancillado una y otra vez por los asesinos, pero que es restaurado sin cesar.
Más allá de lo meramente reivindicativo el uso de esta elipsis quiere enmarcar una cotidianidad algo forzada, un momento anual de reunión y recuerdo que se mira desde una tierna cercanía sentimental que rehuye, sin embargo, cualquier tentación de forzar la emoción pornográfica. De alguna manera es el retrato de un largo duelo, con sus momentos para el lloro, para la risa, y para la contención. De esta manera estamos ante un homenaje no tanto a una persona como al acto de recordarle, de poner la memoria como eje de vida, de libertad, como espacio donde Guillem vive y la lucha sigue.